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3. Querer-querer: un amor que crece

Querer-querer, amor más allá de los sentimientos

Atendiendo a lo expuesto en el artículo precedente, y teniendo muy en cuenta el querer-querer, en el que me detendré muy pronto, cabe hablar de tres pasos en el amor, o de tres grados y modos de amar, que tienden a incluirse cada uno en el posterior y permiten entender mejor la naturaleza del amor en su conjunto.

1. El amor no es una pasión o un sentimiento

El primer paso es más bien negativo: descarta lo que no es el amor.

El amor no es una simple pasión o un mero sentimiento o una sensación.

No es un afecto sensible o una emoción, ni un conjunto más o menos complejo de afectos, emociones o sentimientos.

Esencial y radicalmente,
el amor no es una pasión ni un sentimiento.

2. El “buen amor” incluye los sentimientos

Pero, aun no siendo fundamental ni esencialmente un sentimiento, ni la unión de varios de ellos, en ningún caso tiene por qué excluirlos.

Al contrario, el amor humano solo es pleno —y a eso llamo aquí “buen amor”— cuando el acto de voluntad se encuentra acompañado y enriquecido por las emociones pertinentes:

La ternura y la delicadeza, al tratar a los niños.

La compasión con quien está atravesando un mal momento.

La alegría, al ver disfrutar a nuestro cónyuge o a nuestros hijos, hermanos y amigos.

La tristeza, cuando advertimos que lo que hacen o les sucede les está perjudicando seriamente…

Por eso, someter los afectos a la inteligencia y a la voluntad no significa siempre posponer, recortar o acallar los sentimientos. Sino que, en bastantes casos, habrá que fomentarlos, hacerlos surgir o crecer, arraigarlos con más firmeza, enriquecerlos con nuevos matices…

Habrá, por ejemplo, que:

Intentar compadecernos de quien sufre, aunque de entrada nos resulte indiferente.

Alegrarnos con los triunfos de nuestros amigos, aun cuando inicialmente, en algún caso, nos despierten más bien la envidia.

Ser amables con quienes tratamos, esforzarnos por sintonizar con todos ellos, independientemente de si nos caen bien o mal.

Enternecernos ante una deformidad física o una herida en mal estado, que instintivamente nos producen más bien repugnancia y rechazo…

Para acercarse a su plenitud, el amor humano
debe completarse mediante los sentimientos oportunos.

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3. El buen amor modera los sentimientos (los aumenta o disminuye)

Con otras palabras, siempre hay que moderar los sentimientos.

Pero moderarlos no equivale a reducirlos ni, menos aún, a reprimirlos. Quiere decir otorgarles la medida, la disposición y el orden más adecuados para la plenitud del amor, para lo que estamos llamando “buen amor”.

Y bastante a menudo más que suprimiéndolos, el buen amor se logra suscitando, arraigando, engrandeciendo y enriqueciendo los sentimientos o emociones.

Así lo expone Wadell:

Si las emociones son demasiado fuertes, nos hacen violentos y es necesario disminuirlas y mitigarlas.

Si son demasiado débiles, nos hacen depresivos indolentes y es necesario hacerlas crecer y estimularlas.

La templanza no silencia las emociones, sino que las canaliza al servicio de la virtud, busca el equilibrio emocional de nuestra actuación:

un sentimiento demasiado débil nos paraliza, pues nos deja impasibles;

una emoción excesiva nos hiere, porque nos hace vehementes.

Si las emociones son demasiado fuertes,
es necesario disminuirlas y mitigarlas;
si son demasiado débiles,
es preciso hacerlas crecer y estimularlas
.

Algo que —como afirma Lewis— también conviene aplicar a la educación de nuestros hijos y alumnos y a nuestro propio desarrollo:

Por cada alumno [por cada hijo, podríamos también decir] que precisa ser protegido de un frágil exceso de sensibilidad, hay tres que necesitan que se los despierte del letargo de la fría mediocridad.

El objetivo del educador moderno no es el de talar bosques, sino el de irrigar desiertos.

La correcta precaución contra el sentimentalismo es la de inculcar sentimientos adecuados».

El objetivo del educador moderno
no es el de talar bosques,
sino el de irrigar desiertos.

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Querer-querer, amor voluntario y libre

1. Una decidida decisión de la voluntad

El segundo paso en nuestra comprensión del amor consistirá en recordar y resaltar su carácter de acto eminentemente activo.

No es algo que nos sucede o nos pasa. 

Es un acto o acción que libremente ejercemos a través de la voluntad, aunque a veces nos cueste.

El amor es una firme determinación de la voluntad. O, precisando más, una autodeterminación de esa misma voluntad, con lo que lleva consigo de autodominio.

Con acierto lo expresa Elisabeth Lukas, en dos momentos bien marcados.

A) Ante todo, manifiesta el carácter afirmativo del amor y la elevación que provoca. Es un a la persona amada, que la ensalza y nos ensalza, la libera y nos libera…:

… el amor no es un sentimiento puro. Ni siquiera un sentimiento de dependencia o de ciega servidumbre procedente de los campos del alma enferma.

El amor verdadero no conoce la supuesta debilidad de la autoestima ni el correspondiente deseo de apoyarse en alguien firme, como tampoco le es propio el uso o el abuso de otra persona con fines egoístas. El amor verdadero no busca al compañero protector o estimulante, no quiere hijos que exhibir para el provecho propio ni ansía elogios ni ternura para autosatisfacerse.

El amor no requiere absolutamente nada, es soberano, porque la materia de la que está hecho es el sí modesto y sin condiciones a la persona amada, como una estrella fugaz que sale despedida de los fuegos artificiales de la Creación.

El amor es, como reza una opereta alemana, un poder celestial».

B) Más adelante, subraya el enorme vigor del buen amor; la casi omnipotencia sugerida ya al final del párrafo anterior, al referirse a un poder celestial:

Por todo ello es capaz de hacer lo que sea necesario: dejar ser al otro, dejarlo ir, no retenerlo, con lágrimas en los ojos si es necesario, pero con afecto sincero.

El tiempo pasa y el amor permanece; los sentimientos se difuminan y el amor permanece; la muerte deshace los compromisos y el amor permanece.

¿Cómo podría un sí sin condiciones convertirse en un no cuando las condiciones cambian, cuando el otro toma un rumbo diferente, enferma o muere?

Aquella parte fundamental de la relación mutua que era amor sobrevive incluso al fin de la relación.

Aunque para alcanzar su plenitud
necesite de ordinario de sentimientos y emociones,
el amor humano no es un sentimiento ni una emoción,
sino el acto por excelencia de la voluntad
.

2. Potenciado por la propia voluntad

Querer-querer

Por fin, el buen y auténtico amor goza de la capacidad de intensificarse a sí mismo, mediante el querer-querer, capaz de liberar energías casi infinitas.

Todos tenemos experiencia de ese querer-querer, aunque no hayamos reparado en ello o no sepamos explicar bien en qué consiste. A veces lo llamamos esforzarnos, empeñarnos, emperrarnos, obstinarnos o volver a la carga… O, incluso, obsesionarnos, pero bien entendido, sin el menor asomo de desajuste psíquico.

¿Querer… querer?

Sí: querer… ¡querer!

Se trata, por así decir, de un volver de la voluntad sobre su propio acto: de un retorno del querer sobre el mismo querer, para originar, precisamente, un querer-querer, un nuevo empeño en querer.

la voluntad, fundamento del amor

Algo que llevamos a cabo, de manera más o menos espontánea, cuando un primer acto de querer no es suficiente para el fin que pretendemos: amar al propio cónyuge en un momento de crisis o, sobre todo, y ojalá sea esto lo ordinario, incrementar aún más el cariño mutuo en las etapas de mayor compenetración, exaltación y gozo.

(También y, ante todo, por tanto, cuando estoy conscientemente queriendo bien y disfrutando con mi amor. No solo ni, en primer término, cuando no logro querer y me esfuerzo en conseguirlo. Aunque, tal vez, en estos últimos casos mi actividad resulte más patente, por contraste.)

Para acabar… ¡queriendo más a fondo y más de veras!

De cualquier modo, lo que importa es caer en la cuenta de que, al volver sobre sí, al querer-querer, la voluntad robustece y aumenta su capacidad de amar. Es decir, acaba por obtener el objetivo propuesto, agrandando la fuerza y calidad de su amor.

Y, para conseguirlo, de ordinario pone en juego también otros resortes:

La recreación de los momentos mágicos pasados juntos.

La atención a los aspectos más agradables de la persona que en otro tiempo quisimos con locura, y hoy solo de una manera relativa o que se nos antoja insuficiente.

El recuerdo y la forja de proyectos comunes, ya cumplidos o aún inéditos…

Sobre todo, al experimentar los amores más grandes,
la voluntad se siente inclinada
a intensificar y reduplicar su amor,
a querer-querer.

3. Y elevado al infinito

La reiteración del querer-querer

Pero no todo acaba ahí. La posibilidad de reduplicar el querer no es solo una, sino que cabe multiplicarla indefinidamente.

O, con palabras más claras, además de querer-querer, también es posible querer-querer-querer, y querer-querer-querer-querer…

Y, así, progresivamente, hasta alcanzar la meta deseada.

Podría hablarse, entonces, de una producción de fuerzas casi inagotable. De ahí que ese querer-querer pueda concebirse como el arma de mayor alcance de la que goza la persona humana a la hora de actuar y de crecer y desarrollarse como persona.

Un arma que conviene aprender a utilizar, sobre todo, en aquellos momentos en que el amor resulta más pleno y jugoso.

La alegría y el gozo de estar queriendo deberían servirnos de estímulo para querer aún más, en ese mismo instante, y prepararnos para amar, con o sin esfuerzo, en las diversas situaciones del futuro:

Y, desde este último punto de vista, el primer acto del querer-querer consiste, precisamente, en decidirse a hacer que el amor perdure, con independencia absoluta de las circunstancias por las que atravesarán el que ama y la persona amada.

Que es lo que hacemos en el matrimonio, en el momento de casarnos: nos comprometemos a amar también en el futuro, al margen de las condiciones que marquen y determinen ese porvenir.

querer-querer-un-amor-que-crece

El amor solo es auténtico cuando es amor ¡para siempre!

El arma más poderosa a disposición del ser humano
es el querer-querer de la voluntad.

Libre y no siempre esforzado

Para terminar esta primera descripción del amor, conviene insistir en un punto: el querer-querer, como el querer mismo, en cuanto acto por excelencia de la voluntad, no forzosamente va acompañado por un esfuerzo titánico.

Ni el empeño ni la dificultad lo caracterizan substancialmente.

Lo esencial y más relevante en el amor-querer es justo la libertad con que lo realizo o ejerzo, el carácter eminentemente activo y libre de esa operación.

Algunas veces, para llevar a cabo tal acto, tendré que empeñarme y forzarme a mí mismo: para vencer la desgana o el cansancio, pongo por caso, o para dejar de lado algo que me ilusiona.

Pero, en multitud de ocasiones, nada de esto será necesario: me bastará con fomentar y seguir la natural tendencia de la voluntad hacia el bien que el entendimiento le presenta.

Cuando amo a mi mujer, a mis hijos o a mis nietos, de ordinario no necesito empeñarme ni esforzarme para hacerlo. Todo lo contrario: tal vez tras un período de fervor apasionado y otro de entrenamiento con más o menos forcejeo, es lo que me sale naturalmente.

Y cuando quiero quererlos todavía más —y más y más… y más—, eso no me supone, por lo común, una especial tensión. El amor que ya les tengo y los gozos que de ahí surgen, y que he aprendido a descubrir y disfrutar, me animan a quererlos más aún.

Y, para lograrlo, puedo acudir a ese resorte maravilloso que es el querer-querer.

Lo esencial en el amor es justo la libertad con que amo,
el carácter eminentemente activo y libre de esa operación.

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El amor implica a toda la persona,
pero su núcleo es un acto de voluntad: el querer,
que a menudo se transforma en querer-querer.

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es