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12. La fecundidad derivada de la entrega

La grandeza de la persona, en la raíz de su fecundidad

1. Fecundidad e inclinación a la entrega

Fecundidad y grandeza de la persona

Retomando el hilo de lo expuesto en el artículo que precede, preguntaré de nuevo: ¿qué es lo que explica la imperiosa inclinación a darse, propias del varón y la mujer?

En otros lugares, al hablar directamente de la felicidad, lo he expuesto con más detalle.

Y tal vez luego vuelva sobre ello.

Aquí bastará con responder:

El motivo por el que la mujer y el varón tienden naturalmente a entregarse es justamente su grandeza, la superioridad constitutiva de su ser, la fecundidad derivada de su condición de personas.

La grandeza de la persona humana,
su fecundidad,
la impulsa a entregarse.

Un «exceso» de realidad

En el conjunto de la realidad, todo lo inferior al hombre, a causa de su indigencia o precariedad, busca en exclusiva su propia perfección o la de su especie, que le permite mantenerse en el ser: cabría decir que persigue, exclusivamente, la propia supervivencia (del individuo y de la especie).

Por el contrario, el superior grado de ser propio de la persona hace que, por decirlo así, le sobre realidad.

De ahí que se encuentre íntimamente inclinada a darse, a olvidarse de sí misma y a perseguir, mediante el amor, el perfeccionamiento ajeno.

De ahí, con otras palabras, su fecundidad característica.

(El «exceso» de realidad de la persona tiende a desbordarse y constituye la peculiar fecundidad personal)

La fecundidad va ligada al exceso de ser
propio de cualquier persona.

Desde el inicio de la existencia

De manera un tanto indirecta, pero con fina intuición, lo sugiere Mercedes Arzú de Wilson: 

El niño indefenso, al menos en las primeras etapas de su desarrollo, parece ser solo un conjunto de necesidades.

Pero el niño es más que eso; es un ser espiritual.

Por tanto, lo que posteriormente se revela como decisivo es si el niño es [o no] amado y si la satisfacción de sus necesidades va acompañada de amor.

De hecho, importa más el hecho que el niño sea amado a que un determinado número de sus necesidades objetivas sean o no satisfechas.

Desde sus primerísimos momentos, la condición personal del ser humano reclama, no la satisfacción de las propias necesidades, sino la apertura al don recíproco.

Es más importante que el niño sea amado
a que un determinado número de sus necesidades objetivas
resulten satisfechas.

la fecundidad derivada de la entrega

Y en “los mejores momentos” de la vida

Se entiende, entonces, atendiendo a esa inclinación a la entrega, el grito del poeta: «cómo quisiera ser eso que yo te doy, y no quien te lo da» (Pedro Salinas).

Y se lo comprende, también, en cuanto anhelo nostálgico y siempre insatisfecho: ¡cómo quisiera!

En efecto, el varón y la mujer enamorados, por más que se empeñen, no pueden entregar de una vez, definitivamente y por completo, todo su ser.

Incluso cuando llevan a término un compromiso de amor exhaustivo y para siempre, que alcanza también las dimensiones sexuales —como ocurre en el matrimonio—, siguen siendo, por decirlo con el poeta, demasiado suyos.

También en este caso, la lírica lo expresa con elegancia, por medio de Rafael Morales:

Qué pena ser dos, quererse / y estar llenos de delirio. // Qué pena ser dos, qué pena / pensar que son dos caminos… / Ay, qué tremendo es pensar / que dos nunca son lo mismo, / que dos vientos diferentes / llevan camino distinto.

La más imperiosa necesidad del hombre,
consecuencia de su fecundidad constitutiva,
es la de entregarse más y más… y más y más y más.

2. Fecundidad, entrega y primacía del tú

La prioridad del otro: me entrego a ti ¡por ti!

Nos vamos acercando al final de esta serie de artículos.

Hemos ya comprobado que, desde el punto de vista de su naturaleza más íntima, a causa de su fecundidad, toda persona está llamada a entregarse.

Y esto, hasta el extremo de que, si no lo hace, frustra su propio ser, se des-hace, y se hunde en la desdicha.

La falta de amor, el no entregarse,
se opone a la condición personal y la daña.

Motivos para la entrega

Pero todavía cabría preguntar: en concreto, en la realidad del matrimonio, por ejemplo, ¿cuáles han de ser los motivos de la propia entrega?

Y aquí, la famosa media naranja del mito platónico no nos ha ayudado mucho.

Porque es verdad que el varón y la mujer son en cierto modo complementarios (prefiero afirmar que son recíprocos: que el varón “saca” lo mejor de sí cuando se entrega a la mujer amada y que la mujer se acerca a su propia plenitud cuando se entrega al varón al que ama).

Como también es cierto que el deseo de unirse a la persona que lo perfecciona (y porque lo perfecciona) constituye uno de los impulsos para desear esa entrega.

Y que esa complementariedad o reciprocidad se engloba entre los ingredientes del amor.

La complementariedad y la reciprocidad varón-mujer
facilitan la entrega mutua.

El porqué radical de la entrega

Pero la complementariedad-reciprocidad no es la causa más alta ni el motivo más radical de la entrega, aunque sí, a menudo, su detonante.

Ni es, tampoco, lo que hace al amor formalmente humano.

Por el contrario, lo que especifica el verdadero amor personal es lo que estamos denominando “fecundidad”, a la que se encuentra unida la búsqueda y la entrega al otro en cuanto otro: lo que cabría calificar como primacía radical del tú.

Precisamente la fecundidad de la persona,
su “exceso” de ser,
hace posible el olvido de sí
y la entrega radical al otro, al tú.

Desplazar el centro de gravedad

Según escribe Carlo Caffarra, resumiendo en buena medida lo visto hasta ahora,

… la persona que pretende amar con autenticidad no es aquella que busca al ser amado porque es útil que existas para mí, porque me procura placer disponer de ti para mí, o porque me es necesario que existas para satisfacer mis carencias.

Se dispone al amor de verdad quien afirma de la persona amada qué bueno que existas en ti y por ti misma y me entrego a ayudarte a llevar a la plenitud lo mejor de ti misma:

porque su entendimiento ha percibido profundamente el valor intrínseco del otro y su voluntad le abre a darse al otro en la tarea de perfeccionar la realización de su bien o valor intrínseco.

El amor solo se entiende
al desplazar el centro de gravedad
hacia el otro, hacia el tú.

Amor al otro y amor a sí mismo

La auténtica “orientación” del amor

Prosiguiendo con la misma idea, en contra de una opinión bastante generalizada hoy día, el amor genuino no tiene como punto referencia al yo.

Como en su momento apunté, perseguir el propio bien, auto-realizarse, manifiesta, más que bondad, que uno es listo o listillo.

Y procurarse a sí mismo un mal, no es característico del malo, sino más bien del tonto.

Por el contrario, el amor verdadero revierte de forma ineludible en perfección del tú, de los otros.

la fecundidad derivada de la entrega

El auténtico amor
busca el bien de los demás,
no el propio bien.

Fecundidad y egocentrismo

Convicción que confirma Juan Bautista Torelló, tras muchos años de práctica como psiquiatra en la Europa central, con estas profundas sentencias:

La madurez afectiva depende de la capacidad de amar, y es el egocentrismo lo que incapacita para el amor, sea el amor humano o el amor divino.

Para madurar es necesario salir del vivir para mí —egótico— y alcanzar un vivir para ti.

Algo muy parecido, con distintas perspectivas y en un contexto claramente diverso, expone Pepita Jiménez, en la inmortal producción de Juan Valera, dirigiéndose a don Luis Vargas:

Si el amor es lo que usted dice, si es morir en sí para vivir en el amado, verdadero y legítimo amor es el mío, porque he muerto en mí y solo vivo en usted y para usted.

Para madurar es necesario salir del vivir para mí
y alcanzar un vivir para ti.

La fecundidad del amor: una confirmación explícita y autorizada

A todo lo anterior, y dirigido en este caso de forma muy particular a los creyentes, cabría añadir las palabras con las que el papa Francisco sale al paso de una convicción hoy muy difundida, pero falsa: la de que, para amar a los otros, primero habría que amarse a uno mismo.

Veámoslo con las propias palabras del papa, que expongo en varios pasos, para hacerlas más inteligibles.

A) Un error bastante difundido, pero que conviene corregir

Ante todo, el hecho, seguido de una primera enmienda por parte del papa:

[Hecho, muy difundido pero erróneo] Hemos dicho muchas veces que para amar a los demás primero hay que amarse a sí mismo.

[Rectificación] Sin embargo, este himno al amor afirma que el amor «no busca su propio interés», o «no busca lo que es de él».

[Rectificación] También se usa esta expresión en otro texto: «No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad, todos, el interés de los demás» (Flp 2,4).

El amor “no” busca su propio interés.

B) Una nueva rectificación del error

De inmediato, el papa corrige, formal y explícitamente:

Ante una afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle prioridad al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a los demás.

Una cierta prioridad del amor a sí mismo solo puede entenderse como una condición psicológica, en cuanto quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra dificultades para amar a los demás: «El que es tacaño consigo mismo, ¿con quién será generoso? […] Nadie peor que el avaro consigo mismo» (Si 14,5-6).

«Hay que evitar
darle prioridad
al amor a sí mismo».

C) La rectificación radical y definitiva

A renglón seguido, la respuesta terminante y completa del papa Francisco, apoyado en Tomás de Aquino:

Pero el mismo santo Tomás de Aquino ha explicado que «pertenece más a la caridad querer amar que querer ser amado» y que, de hecho, «las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser amadas».

Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande, que es «dar la vida» por los demás (Jn 15,13).

¿Todavía es posible este desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin?

Sin duda es posible, porque es lo que pide el Evangelio: «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8).

la fecundidad derivada de la entrega

«Hay que evitar dar prioridad al amor a sí mismo
como si fuera más noble que el don de sí a los demás».

La fecundidad, índice de buen amor

1. Amor y fecundidad

El qué y el cómo

Todo lo visto hasta ahora podría resumirse en dos ideas, que ilustraré con otras tantas citas, más un comentario, que expondré en el próximo apartado.

A) Primera idea: la fecundidad del amor

El amor, todo amor, cada uno a su modo, es siempre fecundo: origina realidad, perfecciones, desarrollo: orienta y encamina hacia la plenitud.

Y de ahí la definición platónica, recordada por Ortega:

Amor es afán de engendrar en la belleza, tíktein en tò kaló —decía Platón.

Engendrar, creación de futuro.

Belleza, vida óptima.

El amor implica una íntima adhesión a cierto tipo de vida humana que nos parece el mejor y que hallamos preformado, insinuado en otro ser.

El amor descubre la perfección del amado
y le impulsa y ayuda a conseguirla.

Por eso, por la fecundidad que lo caracteriza, el amor constituye el motor y la clave de toda educación, en y fuera de la familia.

Y, desde tal punto de vista, es asimismo el motor de cualquier proceso de formación propiamente humana.

Todo amor es fecundo,
cada uno con su propia y característica fecundidad.

B) Segunda idea: (fecundidad) “a través de” la propia entrega

La fecundidad característica del amor se alcanza, siempre, a través de la propia entrega y disponibilidad.

Los educadores de profesión, los amigos, los padres, los enamorados, deberían reflexionar sobre este asunto.

Y podría ayudarles Agustín de Hipona, con las célebres palabras, a menudo citadas de forma tan incompleta que se elimina lo que tiene de exigencia:

Dilige, et quod vis fac…: Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor.

Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien.

La magnitud de la fecundidad está medida, en buena parte,
por la calidad de la entrega.

Tres niveles-y-modos de fecundidad

La fecundidad o fuerza creadora del amor actúa en tres niveles distintos y con diverso grado de seguridad.

A) Fecundidad en quien ama

Amar es siempre eficaz para aquel que ama, con la condición de que se haya esforzado y siga luchando para que su amor sea auténtico: para buscar realmente el bien del otro.

Quien así obra, sin pretenderlo, ve aumentada su propia perfección y la dicha consiguiente: se desarrolla como persona y es y se percibe más feliz.

El amor engrandece siempre al amante,
a quien se ejercita activamente en amar.

B) Fecundidad en quien es amado

Muy a menudo también es eficaz para quien se sabe y se siente amado.

«Donde no hay amor, pon amor y encontrarás amor», es una de las afirmaciones más célebres de san Juan de la Cruz.

Y, desde esta perspectiva, el buen amor, la búsqueda real del bien del otro, es la clave de cualquier proceso de formación.

Sin embargo, en este caso, la libertad del ser querido puede rechazar el amor que se le ofrece o no estar dispuesta a llevar a cabo lo que sería exigido para hacer que surja o crezca su propio amor y, con él, su mejora personal.

De todos modos, aunque amar a otra persona no siempre provoca en ella frutos de mejora, es casi (o sin casi) la única manera de suscitarlos: sin amor, resulta muy difícil ayudar a nadie a mejorar como persona y acercarse a su plenitud.

Amar a quien pretendemos ayudar
es el primer requisito
para que nuestra ayuda sea realmente eficaz.

C) Fecundidad en quienes participan de ese amor recíproco

Por fin, la plenitud del amor mutuo reclama desbordarse en beneficio de terceros, con lo que el querer de los dos primeros se verá también mejorado y aumentado.

El amor más auténtico se conjuga muy particularmente en tercera persona, al hacer partícipes a otros del amor recíproco.

Y también en tercera persona acaba por conjugarse su más propia fecundidad.

El amor es pleno
y despliega su plena fecundidad
cuando se desborda
en beneficio de terceros.

La fecundidad del amor conyugal

Por tanto, y solo a modo de ejemplo:

cuando un matrimonio no recibe la bendición de los hijos en los que depositar el cariño mutuo,

o incluso cuando voluntariamente los cónyuges han impedido que esas criaturas fueran engendradas o vieran la luz y luego se han arrepentido,

el amor reclama que se busque el bien de terceras personas.

Pero no ha de procurarse de manera aislada, sino como resultado del amor que marido y mujer se brindan recíprocamente, aunque cada uno de ellos pueda también ejercerlo —el de ambos— por su cuenta.

De manera análoga y más habitual, a los hijos conviene educarlos, aun cuando directamente actúe uno solo de los cónyuges, con el amor común que los dos cónyuges se profesan entre sí.

Pues, como recuerda Tomás de Aquino, aquello mismo que ha dado origen a una realidad, debe ser la causa de su desarrollo: el amor conyugal, cuando se trata de los hijos.

Cada cónyuge debe querer a los hijos
con el amor común que los dos esposos
se profesan entre sí.

2. La auténtica fecundidad

Un “no” al activismo

Amar no es sencillo

De cualquier manera, nunca se tratará solo ni fundamentalmente de hacer, como sugiere el activismo contemporáneo.

Sino antes y, sobre todo, de amar, aun sabiendo, con frase de Benavente, que:

El amor tiene que ir a la escuela.

«El amor tiene que ir a la escuela».

A lo que cabe añadir el certero juicio de Rilke:

También amar es bueno, pues el amor es difícil.

El amor de persona a persona: esto es tal vez lo más difícil que nos ha sido encomendado, lo máximo, la última prueba y examen, el trabajo para el que todo otro trabajo solo es una preparación.

¡Aprender a amar!

Parece, pues, que el amor no dispensa, sino que exige la mayor pericia que pueda uno lograr en cada circunstancia.

Reclama, por tanto, la correspondiente preparación para lograrlo, el necesario y constante proceso de formación, también en las situaciones más dispares: en el propio matrimonio, en el conjunto de la familia, en el trabajo profesional…

Y, por tanto, sin obras, entre otras, las de la inteligencia que inquiere y al fin comprende, ese amor no es completo.

El auténtico amor es fecundo, también,
porque reclama el obrar correspondiente.

la fecundidad derivada de la entrega

El buen amor supera las “incompatibilidades”

Teniendo en cuenta estas premisas, tal vez se evitarían muchas fricciones internas, frutos de falsas alternativas:

como la de trabajar desmesuradamente fuera del hogar, empeñarse en hacer en el ámbito social, con los amigos o conocidos,

o dedicar una atención preferente al otro cónyuge y a los hijos.

Cuando todas esas acciones son fruto del amor, la presunta incompatibilidad entre unas y otras desaparece, no solo en la teoría, sino también en la práctica, aunque para lograrlo a veces sea necesaria una buena dosis de picardía e ingenio.

Cuando el amor es auténtico y hondo,
desaparecen muchas presuntas incompatibilidades.

Esta idea puede ilustrarse con unas palabras de Francisco Gómez Antón, catedrático con muchos años de experiencia universitaria y gran éxito entre sus alumnos.

Cuando le preguntaron por el secreto de su triunfo en las aulas, contestó:

Para dar una buena clase hay que hacer muchas cosas. La primera de ellas, querer mucho a los alumnos.

Amplío: para hacer un buen trabajo, sea el que fuere, la primera condición es querer mucho a quienes va destinado el fruto de esa labor.

El amor es condición de auténtica eficacia y de fecundidad
en cualquier tarea propiamente humana.

Otro “no” a la velocidad

Toda una vida para amar

Por último, sería oportuno recordar que el perfeccionamiento logrado en virtud del amor no es cosa de un instante, ni tan siquiera de años, sino tarea de toda una vida.

De ahí, entre otros motivos, la función inigualable de la familia, tal como la recuerda Mazzini.

Porque la familia posee un precioso don, muy raro fuera de ella: la persistencia.

Y añade:

Los afectos se entretejen lentamente, inadvertidos; pero, tenaces y duraderos, se os entrelazan día a día, como la hiedra en torno al árbol; se identifican, en fin, muy a menudo, con vuestra propia vida.

Con frecuencia ni siquiera los discernís, ya que forman parte de vosotros mismos; pero cuando los perdéis, sentís como si os faltase un no sé qué de íntimo, de necesario para poder vivir.

Porque aprender a amar es tarea de toda una vida,
la familia es imprescindible para lograrlo.

Elogio de la lentitud

Hay, por tanto, que armarse de paciencia y, lo que es mucho más difícil en estos tiempos, según comentaba con un punto de ironía Carlos Cardona, olvidarse de la velocidad.

Dentro de semejante contexto, leamos a Thibon:

Considere una cosa: cuanto más elevado está un acto en la jerarquía de valores [cuanto más importante es], menos interés tiene que se haga rápidamente. […]

Que un enamorado acuda deprisa a una cita es algo excelente.

Sin embargo, si, apenas llegado a los pies de su amada, comienza a inquietarse por la hora, la plenitud del intercambio está muy comprometida.

“El amor y la precipitación forman mala pareja”, decía Milosz.

Todo lo que, en el tiempo, se aproxima a lo eterno exige largos plazos de maduración y espera.

El perfeccionamiento que surge del amor
es tarea de toda la vida.

La fecundidad propia del amor
se desarrolla a lo largo de toda la existencia.

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es