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10. La entrega, culminación del amor

Donación personal y gratuita

El motivo fundamental de la entrega

La entrega, plenitud del amor

Cuanto vimos en los artículos anteriores nos permite concluir que la entrega de la propia persona constituye la más natural y radical culminación del amor.

Cabría explicarlo como sigue.

Quien ama, y precisamente a causa de su amor, incrementa su capacidad de conocer al amado, de verlo con más hondura y desde dentro: el intus-legere, al que aludí en el artículo precedente.

Con ese nuevo vigor, descubre y percibe toda la maravilla que la persona amada encierra dentro de sí y la aventura de mejora y plenitud a la que se encuentra llamada.

Y entonces, sin palabras, ¡con el propio ser, con toda su existencia!, no puede sino afirmar… ¡precisamente su entrega!

Y lo hará con estas o parecidas palabras, explícitas o simplemente intuidas:

«¡Vale la pena que yo me ponga plenamente a tu servicio para que alcances ese portento de perfección y belleza que estás destinado a lograr y que yo, a causa de mi amor, he descubierto en ti!»

Vale la pena
que yo me ponga
plenamente a tu servicio . . .

Conjugar el nosotros, manifestación esencial de entrega

En ese mismo momento, la vida comienza a conjugarse en segunda persona del singular y en primera del plural: tú y nosotros.

Se empieza a ver y comprender no solo con los propios, sino también y fundamentalmente con los ojos y el entendimiento de la persona amada.

Entonces, todo se anhela y desea a través también del corazón de quien se ama y, en buena medida, justo porque él o ella lo aprecia.

Cuando hay auténtica entrega,
el yo desaparece ante el tú y el nosotros.

la entrega, culminación del amor

La entrega en la vida cotidiana

Muchas son las circunstancias en las que lo que acabo de sugerir se manifiesta con sencillez, mostrando que la entrega representa la medida cabal y la culminación del amor.

Sin ir más lejos, en la existencia cotidiana de un buen matrimonio y de una buena familia.

En uno y en otra, conforme va madurando:

cada miembro tiende a poner entre paréntesis sus propios intereses,

los subordina a las necesidades y legítimas conveniencias del resto,

los “entrega” a los demás.

La vida comienza a conjugarse
en segunda persona del singular
y primera del plural:
tú y nosotros.

El contenido de la entrega

La pregunta, que surge de inmediato, es la que sigue:

¿Qué aspiran a intercambiarse los que se quieren?, ¿qué es lo que desea ofrecer el enamorado a la persona a la que se entrega?

En última instancia,
¿qué es lo que el enamorado quiere entregar
a la persona amada?

Un inicio de respuesta se incluye en lo visto hasta el momento, e interesa ponerlo de relieve.

Los “dos bienes” amados

Suele decirse con razón que amar es un acto complejo, que engloba y articula dos bienes:

En primer lugar, la persona a la que amamos, que es el bien en sentido más propio y radical.

Lo real y definitivamente querido.

Lo que, hablando con absoluto rigor, debe llamarse bueno.

El término radical de nuestra entrega.

Después, aquello que, por favorecer a quien amamos, deseamos ofrecerle.

Algo que es bueno, por tanto, precisa y exclusivamente, por constituir un bien para quien realmente amamos.

Y que dejaría de ser bueno si no beneficiara a la persona querida.

Lo bueno,
en el sentido más alto y propio del término,
es la persona.

Con otras palabras:

Al amar, queremos fundamental y propiamente a alguien, a una persona.

El amor en su sentido más propio, lo mismo que la entrega, tiene siempre como término a una persona.

Y, porque amamos a esa persona, deseamos ofrecerle algo que es bueno para ella.

Al inicio y al término de la entrega
se encuentra siempre la persona.

“Dos” bienes muy distintos

Dos bienes, por tanto, pero de tipo muy distinto:

El bien en su sentido más propio.

Es decir, aquella persona a la que, en definitiva, amamos o queremos, precisamente por ser buena: a ella se dirige nuestra entrega.

Y el otro bien, de muy diversas clases, que, justo porque la amamos, deseamos brindar a la persona querida, para ayudarle a ser mejor:

Un determinado objeto, útil o decorativo.

Un servicio material o espiritual.

Una oportunidad de crecimiento o de rectificación.

Una palabra de ánimo y apoyo ante una conducta adecuada, pero ardua, o de reprensión y corrección comprensivas ante un comportamiento erróneo.

Un gesto reiterado de cariño…

La entrega se dirige siempre,
en última instancia,
a una persona.

Querer algo para alguien

O, para entendernos mejor:

amar es siempre y en su sentido propio querer a alguien

y, precisamente por eso, porque queremos a una persona,

queremos también cuanto es bueno para él o ella, e intentar proporcionárselo.

Porque amamos a una persona,
término de nuestra entrega,
queremos también lo que es bueno para ella.

La persona, único auténtico bien

Lo descubre y fundamenta la filosofía

Pero todavía podemos dar un paso más, aprovechando lo que acabo de exponer.

Es decir, teniendo en cuenta que no existe en el universo nada «más bueno», de más valor, que la persona.

O, hablando con más propiedad:

Que lo único bueno en sí mismo, lo único propiamente bueno, es precisamente la persona.

Que solo la persona goza de un valor absoluto, mientras que todo lo demás es y se considera bueno con relación a ella; es decir, en cuanto beneficia a una u otra persona, sin perjudicar a las restantes.

Lo único realmente bueno y merecedor de la entrega
es siempre una persona.

Y lo expresa bien la poesía

Si, desde esta atalaya, repetimos la pregunta sobre el bien que debemos brindar a quien amamos —lo mejor que podemos ofrecerle—, una nueva respuesta comienza a perfilarse.

Una respuesta que queda bien recogida en las palabras de Salinas que citaré de inmediato, y que nos hacen ver:

Que la persona, toda persona, está destinada al don y a la entrega.

Y que, por esos mismos motivos, solo cuando se entrega por amor, crece como persona y es feliz; solo entonces se desarrolla personalmente.

Leamos primero a Salinas, en lo que cabría calificar como una antropología del regalo (y de la entrega):

¿Regalo, don, entrega?

… se pregunta el poeta; y responde:

Símbolo puro, signo / de que me quiero dar. / Qué dolor, separarme / de aquello que te entrego / y que te pertenece / sin más destino ya / que ser tuyo, de ti, / mientras que yo me quedo / en la otra orilla, solo, / todavía tan mío. / Cómo quisiera ser / eso que yo te doy / y no quien te lo da.

La persona está constitutivamente orientada a la entrega:
su máxima necesidad consiste en amar y en darse.

El sentido del regalo

la entrega, culminación del amor
la entrega, culminación del amor

Regalo y entrega personal

La persona como regalo supremo

Pequeña y frágil, pero grandiosa

¿Por qué una antropología del regalo (o de la entrega)?

Sugeriré tan solo.

Todos tenemos conciencia de nuestra propia pequeñez, de nuestra limitación e incluso de la mezquindad ocasional de algunas de nuestras actuaciones.

Con todo, la condición personal de cada ser humano, el sublime hecho de ser persona, lo eleva a una altura tan excelsa, que es difícil de suponer e imposible de exagerar.

Y es precisamente esa grandeza la que justifica y hace legítima la entrega.

La condición personal de cada ser humano
lo eleva a una altura incomparable,
difícil de suponer e imposible de exagerar.

Solo comparable a otra persona

Tan prodigiosa, tan colosal es su grandeza, que hace que también para él —incluso para uno mismo, que bien sabe de su debilidad— resulte válida la siguiente ley:

Es tanta la perfección radical de la persona, que nada se muestra digno de serle regalado si resulta menor que… ¡otra persona!

Cualquier realidad distinta se queda corta, chata, permanece muy por debajo de lo que la grandeza personal reclama.

Si el término de la entrega solo puede ser una persona,
“aquello” que se entrega ha de ser también una persona.

Muy por encima de cualquier otra realidad

En semejante sentido, sostenía Emerson:

Las sortijas y las joyas no son regalos, sino disculpas por los regalos. El único regalo es una porción de ti mismo.

¿«Una porción de ti mismo»?

Todo tu ser, corregiría yo, recordando a san Juan de la Cruz:

Allí me dio su pecho, / allí me enseñó ciencia muy sabrosa, / y yo le di de hecho / a mí, sin dejar cosa; / allí le prometí de ser su esposa.

Y, en efecto, cualquier regalo solo realiza su función de reconocimiento y obsequio recíproco en la medida en que en él se encuentre comprometida, y como encarnada o condensada, la entera persona que lo hace.

Es tanta la perfección radical de la persona,
que nada es digno de serle regalado
si resulta menor que ¡otra persona!

La implicación personal en el regalo

Una profunda verdad

Que solo la persona es digna de ser regalada o, con palabras más habituales, que un regalo solo adquiere valor en la medida en que, al realizarlo, ponemos el corazón en ello, lo sabían bastante bien ciertas culturas antiguas, por ejemplo, la griega.

Así, cuando Telémaco intenta retener a Atenea, disfrazada de forastero, le ofrece

«un presente, un regalo inestimable y hermoso que será para ti un tesoro de mí, como los que hospedan dan a sus huéspedes».

Y Atenea le contesta:

«No me detengas más, que ya ansío el camino. El regalo que tu corazón te empuje a darme, entrégamelo cuando vuelva otra vez para llevarlo a casa. Escoge uno bueno de verdad y tendrás otro igual en recompensa».

Un regalo adquiere valor
en la medida en que, al realizarlo,
“ponemos” el corazón.

Hoy casi desconocida

Pero, por desgracia, la profundidad personal de ese gesto de entrega se ha ido abandonando en el mundo civilizado de hoy.

Y los grandes almacenes, con sus ofertas anónimas ya dispuestas y bien embaladas, y con sus impersonales y tan cacareadas tarjetas-regalo, no ayudan mucho a reparar esa pérdida.

la entrega, culminación del amor
la entrega, culminación del amor

El obsequio adecuado, según afirman, es precisamente aquel en el que uno no ha tenido que poner ni solicitud ni especial delicadeza: una precisa cantidad de dinero, con la que el receptor podrá comprar lo que desee.

¿Dónde se encuentra, entonces, la presencia personal y comprometida —el corazón— de quien regala, que intenta agasajar y, muchas veces, sorprender positivamente a quien ama?

Si falta “corazón” e implicación personal,
el “precio” no aporta auténtico valor a ningún regalo.

Regalo y persona en el mundo contemporáneo

El significado personal del regalo y su “olvido” contemporáneo

Por tanto, también ahora sigue siendo cierto que, con independencia absoluta de su valor material o de su precio, un regalo vale lo que valga la implicación en él de la persona que lo hace (y, a través de él, se entrega): tiempo, atención, conocimiento de la persona amada y de sus circunstancias actuales, de sus aficiones e ilusiones del momento…

Recordemos una de las muchas escenas memorables de El club de los poetas muertos.

Aquella en que los mismos enseres de escritorio, regalados por dos años consecutivos a uno de los protagonistas, salen volando, por despecho —aunque también con humor—, desde lo alto del pequeño cavalcavia que une dos edificios.

la entrega, culminación del amor

Estamos ante un ejemplo elocuente de lo que, por desgracia, prolifera en nuestra cultura.

El regalo se utiliza en ocasiones, incluso entre padres e hijos, ¡o entre cónyuges!, no como manifestación de amor y símbolo de entrega.

Constituye más bien un simple gesto epidérmico, movido más por la rutina que por el cariño.

O, incluso, un medio para aplacar la propia mala conciencia por el escaso interés que demostramos a quienes deberíamos querer.

O para comprar y, con ello, prostituir a unos hijos a los que no se atiende convenientemente y de los que sobre todo se desea, a menudo sin advertirlo, mimos, compensaciones emotivas y agradecimientos periféricos o, simplemente, que nos dejen en paz.

En condiciones extremas,
el regalo llega a utilizarse como medio
para aplacar la mala conciencia
por la falta de atención personal
a quien sería merecedor de nuestra entrega.

Excepciones valiosísimas: el valor intuido de la entrega personal

En el extremo contrario, emociona todavía hoy el embeleso con que recibe la madre esos cuatro trazos mal dispuestos que el hijo o la hija de muy pocos años le ofrece con ocasión de su santo o cumpleaños o, quizá, muy particularmente, del día de la madre.

Bosquejo que no vale nada, absolutamente nada, ¡excepto toda la persona del niño!, que ha volcado en su elaboración —durante una, dos o más semanas— todo su ser.

Las madres aprecian efectivamente la valía de esa muestra de entrega, aunque su precio comercial sea nulo, porque descubren ahí lo mejor de la persona de su hijo o de su hija.

Un regalo vale
lo que valga la implicación en él
de la persona que lo hace.

Mercancías ≠ regalos

la entrega, culminación del amor

Gratuidad de la persona, gratuidad del amor

Persona-amor-regalo

Por su misma naturaleza, el regalo es gratuito.

Y lo es también, esencialmente, el amor.

Y la persona.

La persona-y-el-amor.

La persona, el amor y el regalo.

Ni se compra ni se vende

La persona…

Ni se compra ni se vende ni se contabiliza.

Se regala.

Se dona.

Sin reservas ni condiciones.

La persona, el amor y el regalo
son esencialmente gratuitos.

Entrega recíproca, pero sin “intercambio”

Intercambio de mercancías

Lo explica Alberoni, contraponiendo la vía del intercambio mercantil a la de la entrega amorosa.

En la vida cotidiana vale el principio del intercambio calculable: si te doy una cosa quiero algo a cambio y debe ser del mismo valor.

Entre quienes se aman, por el contrario, no hay ninguna contabilidad entre lo que doy y lo que recibo.

En la vida ordinaria rige la ley del intercambio;
no así en la del amor.

Entrega de los regalos (y del amor y de la persona)

Prosigue el propio Alberoni, subrayando la gratuidad del auténtico regalo:

Cada uno le hace dádivas al otro: las cosas que le parecen bellas, algo que hable de sí, que se lo recuerde al amado.

Pero también cosas que agradan al otro, que el otro ha nombrado o conservado.

A menudo el don es acto imprevisto, un gesto espontáneo que simboliza la donación de sí, la propia disponibilidad total.

Pero el don no espera otro don, no espera ser recambiado.

Al hacer un don la cuenta se iguala de inmediato: basta que el otro lo aprecie, que esté contento. La alegría del otro vale más que cualquier objeto.

De esta manera, entre los dos hay un darse dones, pero sin intercambio.

La “contabilidad” mata al amor

Cuando falta el amor, se esfuman también los verdaderos regalos:

Y, al contrario, cuando se desencadena una contabilidad de los dones, un «yo te he dado y tú no», es que el enamoramiento —¡el amor!— está a punto de terminar.

Cuando cada uno exige contabilidad del dar y tener, es que ha finalizado por completo…

… o, quizá, que nunca había verdaderamente nacido.

La vida cotidiana está presidida por el intercambio;
al contrario, quienes se aman excluyen cualquier contabilidad.

la entrega, culminación del amor

Toda persona esta llamada al don, a la entrega:
y solo es feliz cuando se da.

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es