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9. La plenitud, exigencia del amor

En pos de la plenitud

1. Avivar el proceso de mejora

Descubre la plenitud y la alienta

Según decía, el amor no solo descubre la plenitud futura de quien amamos, sino que, en sentido estricto, la exige, la reclama.

Pero lo hace sin estridencias ni forzamientos, sin lesionar la dignidad ni la autonomía de aquel a quien se quiere.

Al contrario, respetando siempre la libertad ajena, el amor obliga amablemente al ser querido a perfeccionarse, a avanzar hacia laplenitud que le corresponde:

a) le propone su ideal de plenitud,

b) le anima,

c) le ayuda a mejorar

d) y le otorga el vigor y el impulso imprescindible para lograr la plenitud.

Y, desde ese punto de vista, más que exigir la plenitud, la hace posible y la suscita: provoca esa plenitud.

Más que exigir la plenitud del ser querido,
el amor la hace posible y la provoca.

Amar más y mejor

Por eso, cuando la persona amada parece detener su avance, cuando tenemos la impresión de que ya no adelanta, en lugar de desanimarnos, o venciendo ese desánimo, ¡hemos de multiplicar y mejorar nuestro amor hacia ella!

Al hacerlo, no solo descubriremos los senderos por los que debe caminar para seguir avanzando en pos de la plenitud buscada, sino que le impulsaremos amable y eficazmente a encaminar sus pasos en esa dirección.

Basta con querer mejor, de manera más desinteresada, con más abandono, con mayor entrega: no son necesarios muchos más medios.

El buen amor —el de dos cónyuges que realmente se quieren, pongo por caso— consigue mejorar al otro con la sola fuerza del afecto, sin necesidad apenas de palabras.

Es el propio empuje, que el amor transmite, el que incita a progresar a aquel a quien queremos y lo encamina hacia su plenitud.

La fuerza transmitida por nuestro amor
ayuda a mejorar a quien amamos.

Para ver más claro

la plenitud, exigencia del amor

¿Por qué motivos?

Antes que nada, porque así, al corregirse y mejorar, quien se descubre amado va advirtiéndose también menos indigno del querer que gratuitamente le consagramos.

Pero, además, y, sobre todo, porque nuestro amor está poniendo ante su vista, calladamente, sin apenas formularlo, su propio ideal.

Como apuntaba, cuando queremos de veras, no amamos solo lo que la persona es, sino también ese grado de plenitud final que, gracias al cariño que agudiza nuestra inteligencia, hemos descubierto en ella: su proyecto perfectivo futuro.

Queremos a nuestros amigos, a nuestro cónyuge, a nuestros hijos, en toda la plenitud que el despliegue de su propio ser está llamado a alcanzar.

Pero sin impaciencias ni erróneos pedagogismos: contando siempre con el tiempo, con la grandeza de su persona y con su buena voluntad, aunque de momento parezca adormecida.

Y, como advirtiera ya Goethe, al quererlos mejores de lo que actualmente son, les alentamos a avanzar por el camino de su propia superación.

De esta suerte, gracias al cariño que le dispensamos, aquel a quien pretendemos perfeccionar conseguirá lo que por sí solo difícilmente lograría.

Gracias a nuestro amor,
quien pretendemos ayudar
conseguirá la plenitud que por sí solo no alcanzaría.

El amor da alas al ser querido, lo eleva hacia la plenitud

Lo expone, entre muchos otros, Guitton, filósofo fallecido hace ya algunos años, con palabras no del todo fáciles, pero repletas de sugerencias.

Así, lo que el ideal moral nos obliga a realizar, a saber, ese «segundo ser» superior a nosotros mismos que es nuestro modelo, el amor nos permite obtenerlo de buen grado, de muy buen grado.

Y, un poco más adelante, explica que lo que uno no logra por sí mismo, se torna posible gracias al amor que nos brindan quienes de veras nos quieren. Un amor que, desde este punto de vista, cabe calificar como creador:

Es tan difícil igualarse a sí mismo, por sí mismo, con un yo que está por encima de sí, como fácil es hacerse semejante a ese modelo de sí cuando es proyectado sobre uno mismo por el ser que nos ama.

En los dos casos hay una especie de ilusión, puesto que se propone una imagen de algo aún inexistente.

Pero, cuando esta imagen procede del amor de otro ser, tiene una potencia creadora.

Por eso cada uno de nosotros actúa, realiza y hasta existe en proporción a lo que le cree capaz quien lo ama.

De inmediato, agrega una fórmula cargada de efectos prácticos:

El secreto de la educación es imaginar [y querer, agregaría yo] a cada ser un poco mejor de lo que es en realidad.

Y la explica, convenientemente:

¿Qué soy yo, pues, sino lo que creen de mí los que me aman?

Cuando la conciencia se cierra sobre sí misma, se seca y se atormenta y cuando se abre al amor se libera de sus cadenas interiores.

Pero la conciencia solo se abre cuando acoge al amor; así, en el circuito del amor la respuesta contiene más que la demanda y el don que se recibe más que el don que se hace.

El secreto de la educación es querer a quien amamos
un poquito mejor de lo que es.

En un contexto muy diverso, con magnífica intuición femenina, lo expresaba Philine, la enamorada de Amiel, en la carta con que respondía a una probable reprensión de este:

Mis desigualdades desaparecerán en cuanto esté a tu lado para siempre. Contigo mejoraré, me perfeccionaré, sin límites; porque a tu lado la saciedad y la desunión serán inconcebibles.

No sabrás todo lo que valgo hasta que no pueda ser, junto a ti, todo lo que soy.

¡Junto a ti,
gracias a las fecundísimas energías de tu amor!

2. Con manifestaciones concretas

Las consecuencias de cuanto vengo sugiriendo son abundantes.

Señalo algunas.

Sentirme indigno del amor que me profesan, para alcanzar la plenitud de la felicidad

La gratuidad…

La primera, el sentirse indigno del amor que a uno le otorgan, por ejemplo, en la vida conyugal.

Reconozco gustoso que uno de los hechos que más me han emocionado a lo largo de mi experiencia como marido, y en el trato prolongado con distintos matrimonios, es que tantas veces uno de los cónyuges dice al otro:

Te quiero con locura, inmensamente, y no comprendo, al mirar dentro de mí, cómo tú puedes amarme.

Y la respuesta del cónyuge consiste en darle la vuelta a la oración:

No, soy yo quien está entusiasmado contigo, y, conociéndome, me resulta imposible creer que me hayas elegido como esposo o esposa.

Algunos considerarán todo esto romanticismo barato, y así me lo exponía hace ya bastantes años, al final de una conferencia, una persona que concluyó su perorata diciendo:

¡Yo sé muy bien las cualidades que tengo, y por las que mi mujer se ha enamorado de mí!

Y la plenitud de la felicidad

Admito que su intervención me produjo una enorme tristeza. ¿Por qué? Porque aquel buen hombre se estaba perdiendo lo más gratificante del amor, que es justo la certera sensación de que no lo merecemos.

Pues, como sostiene Étienne Rey en su Peau Neuve, para gustar plenamente de la felicidad, no hay como sentirse indigno de ella.

Y Marta Brancatisano lo ejemplifica, dando vida y plasticidad a la misma idea:

Ser amados cuando somos los héroes o los primeros de la clase ni siquiera nos produce mucha satisfacción; pero ser amados cuando somos y nos comportamos como unos gusanos… ah, esto sí que es algo que conmueve las entrañas del mundo, algo que provoca un estupor capaz de dar nueva vida a quien recibe un amor así.

Para saborear la plenitud de la felicidad,
no hay como sentirse indigno de ella.

Buscar la plenitud que nos corresponde, por amor

La plenitud propia de cada ser humano 

Otro de los efectos ineludibles del amor tiene también mucho que ver con la formación y el desarrollo personal, con la búsqueda de la plenitud que nos corresponde.

Con independencia de su edad, condición social, estado de salud, etcétera, cuando alguien se enamora de veras, y se descubre correspondido, formula inevitablemente —al menos de forma implícita— un propósito de mejora, para hacerse menos indigno del amor que le brindan.

Por eso, cuando escuchamos respecto a alguna persona la triste afirmación de que «no ha sido nada en la vida», podemos estar seguros de que nadie la ha amado real y verdaderamente  (o, al menos, que nunca ha sido consciente de ese amor).

Consecuencia de saberse amados

Es, sin duda, el sentido que encierra esta sentencia de Gautier:

Nada contribuye tanto a hacer malo a un hombre, como el no ser amado.

Y, muy probablemente, el que cabría asignar a las siguientes afirmaciones de Niemeyer:

El amor engendra amor e incluso la naturaleza ruda no siempre alcanza a resistir su fuerza.

Si muchísimos hombres hubieran hallado más amor en su infancia y su juventud, se hubieran humanizado en mayor grado.

En consonancia con estas últimas palabras, la plenitud que a cada uno nos compete, el resultado y la eficacia de la propia formación es tantas veces fruto de la conciencia de ser querido y estimado, y de la confianza inquebrantable que quien nos ama sin condiciones hace surgir en nosotros.

Sabernos amados es el mejor incentivo para formarnos,
para buscar eficazmente nuestra mejora,
hasta alcanzar la plenitud que nos es propia.

Alcanzando la plenitud

1. El esfuerzo de la propia entrega

La plenitud de la persona amada

Búsqueda de la plenitud, a veces dolorosa

Corroboración en el ser, exigencia de plenitud, descubrimiento de una perfección que uno mismo no percibe en sí, anhelos de mejora…

Mucho mejor lo ha dicho el poeta, en el que considero todavía como el más iluminado canto amoroso en castellano de todo el siglo XX, La voz a ti debida, de Pedro Salinas:

Perdóname por ir así buscándote / tan torpemente, dentro / de ti. / Perdóname el dolor, alguna vez. / Es que quiero sacar / de ti tu mejor tú. / Ese que no te viste y que yo veo, / nadador por tu fondo, preciosísimo. / Y cogerlo / y tenerlo yo en alto como tiene / el árbol la luz última / que le ha encontrado al sol. / Y entonces tú / en su busca vendrías, a lo alto. / Para llegar a él / subida sobre ti, como te quiero, / tocando ya tan solo a tu pasado / con las puntas rosadas de tus pies, / en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo / de ti a ti misma. / Y que a mi amor entonces le conteste / la nueva criatura que tú eras.

El verso final, con el verbo en pasado, representa la cumbre de esta inspirada composición. Salinas afirma aquí que el desarrollo personal de todo ser humano es precisamente eso, despliegue, desenvolvimiento. Y, por tanto, que, en cierto modo, la plenitud que anhela se encontraba contenida en él, desde el momento mismo de su creación (que tú eras).

Nuestra tarea es descubrir, ayudar a percibir y a desentrañar esa riqueza hasta alcanzar, al término de la vida, aquella plenitud que, hasta cierto punto, cada uno era ya desde el comienzo.

La plenitud, siempre consecuencia del amor

Y, para lograrlo, se necesita imperiosamente del amor de los otros.

Lo sugieren estas palabras de Tolstoi, un tanto rudas en la expresión, pero que manifiestan a las mil maravillas todo el poder redentor y formativo del amor auténtico:

En Nejliúdov, como en todos los hombres, había dos naturalezas. Una, la espiritual, que solo buscaba para sí el bien que fuese bien para sus semejantes; y la otra, la animal, que solo buscaba el bien para sí y que en aras de este bien estaba dispuesta a sacrificar el bien del mundo entero.

En este período de su locura de egoísmo, provocada por la vida militar y peterburguesa, la naturaleza animal imperaba en él y tenía reprimida por completo a la naturaleza espiritual.

Mas al ver a Katiusha y al sentir de nuevo lo que hacia ella había experimentado en otros tiempos, la naturaleza espiritual levantó la cabeza y de nuevo empezó a reclamar sus derechos.

Durante los dos días que precedieron a la Pascua se desarrolló dentro de él una lucha interna de la que no tenía conciencia.

También Gregorio Marañón lo expone agudamente, y tal vez de manera más directa, con tal de que lo que él afirma de la mujer se aplique, asimismo, al varón:

Amiel ignoraba que la mujer ideal no se encuentra, en ese estado de perfección, casi nunca: porque, por lo común, no es solo obra del azar, sino, en gran parte, obra de la propia creación […].

El ideal femenino, como todos los demás ideales, no se nos da nunca hecho; es preciso construirlo; con barro propicio, claro está, pero lo esencial es construirlo con el amor y el sacrificio de todos los días, exponiendo para ello, en un juego arriesgado, a cara o cruz, el porvenir del propio corazón.

la plenitud, exigencia del amor

La mujer o el varón ideal no se nos dan nunca hechos:
hay que construirlos con el amor y el sacrificio de cada día.

2. La plenitud, única e irrepetible, como la persona

Su estricta singularidad

Una plenitud particular, única

Llegados aquí, conviene insistir sobre un aspecto, al que hasta ahora me he referido solo indirectamente.

Parece indudable que el amor se configura como el motor de toda educación, de cualquier intento de ayudar a otras personas y de cualquier proceso de formación, propia y ajena.

Pero es preciso considerar de nuevo que, justo por tratarse de personas, cada una de ella es irrepetible. De ahí que su plenitud, aun gozando de cierta analogía con la de los demás, resulte también estrictamente singular e irrepetible: única.

Por eso, lo que siempre hemos de perseguir a través del amor es que el ser a quien queremos alcance su propio apogeo:

el suyo, realmente distinto del de cualquier otro individuo humano entre los que existen, han existido o existirán…

y también del nuestro propio.

Su propia plenitud,
distinta de la de cualquier otra persona
y también de la nuestra.

La plenitud del otro “en cuanto otro”

Lo insinuaba ya Aristóteles, al definir el amor como «querer el bien del otro en cuanto otro».

Y lo subrayan, con elocuencia, las palabras dirigidas por Unamuno a un escritor novel, que se quejaba ante el maestro de que su producción no era suficientemente reconocida.

Don Miguel le contestó:

No te creas más, ni menos ni igual que otro cualquiera, que no somos los hombres cantidades.

Cada cual es único e insustituible; en serlo a conciencia, pon tu principal empeño.

Ni más, ni menos ni igual que ningún otro:
que no somos los hombres cantidades.

Respeto a la plenitud que corresponde al ser amado

Lo apunta, asimismo, Julián Marías, aunque con expresiones algo más difíciles. Quien ama, ha de dejar que la persona amada sea quien ella está llamada a ser, no otra. Ha de contar también con el tiempo:

En su realidad temporal, a lo largo de la vida […], el amor consiste muy principalmente en dejar ser. […]

El que ama necesita tanto a la persona amada, que tiene que dejarla ser lo que es, lo que tiene que seguir siendo.

Para concluir, resumiendo en pocas frases cuestiones que ya hemos tratado:

Lo único que puede hacer activamente sobre ella es estimular el nacimiento de lo más propio y lo mejor, ayudarla a descubrirse, a verse como en un espejo que le ofrece el que la ve.

El que quiere transformar a la persona amada —error tan frecuente— no la ama de verdad, ya que esto lleva a querer que sea lo más posible ella misma, y por eso se limita a intentar despojarla de adherencias postizas, para dejar su realidad exenta, no para cambiarla por la propia o por la personalmente preferida.

El que ama impulsa a la persona amada
a ser a fondo lo que es
y a conquistar lo que debe llegar a ser: su plenitud.

la plenitud, exigencia del amor
la plenitud, exigencia del amor

El amor es el principal motor
del desarrollo personal,
de la búsqueda y conquista de la plenitud.

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es