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7. La autoridad, manifestación de buen amor

El amor es exigente,
pero con una exigencia amablemente amable.

La autoridad, imprescindible

Para educar no son suficientes el cariño, el buen ejemplo y los ánimos.

Es preciso también ejercer la autoridad, explicando siempre, en la medida de lo posible, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir la conducta de que se trate.

La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan pregonada, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido.

La educación sin autoridad
se ha demostrado un fracaso.

El niño tiene necesidad de una autoridad que lo oriente: la busca y nos la pide, aunque en ocasiones se niegue a reconocerlo.

Si no encuentra a su alrededor una señalización clara, con cauces bien marcados, se torna inseguro o nervioso.

Incluso cuando juegan entre sí, los niños inventan siempre reglas que no deben transgredir: necesita conocer el espacio, material y figurado —las normas— en el que moverse con libertad.

El niño tiene necesidad de autoridad,
aunque se niegue a reconocerlo.

La clave de una buena autoridad

Cuando la autoridad vacila . . .

Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas.

Los hijos… ¡de los demás!

Porque tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o abajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo de una escena en público, o acabar con una explosión de ira y una regañina, que incomoda más a los padres que al niño.

Pero ¡cuidado!

Por detrás de esta inseguridad se esconde a menudo una mezcla de miedos, prevenciones y amor propio:

el temor a perder el cariño del chiquillo, a que corra algún riesgo su incolumidad física, a que provoque daños materiales o nos haga quedar mal.

Detrás de la inseguridad de muchos padres,
hay a menudo una extraña mezcla
de miedos y prevenciones ¡y de amor propio!

Solución: querer más y mejor al hijo que a uno mismo

En definitiva, aunque nos cueste admitirlo, nos queremos más a nosotros mismos que al hijo o la hija: anteponemos nuestro bien al suyo.

¿Solución?

Hagamos que, por encima de esos temores, prevalezca el deseo sincero y eficaz de ayudar al crío a reconocer los propios impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc. (¿no la tienen sus hijos?: los míos y, sobre todo, yo, por supuesto que sí).

Desaparecerá entonces esa sensación de culpa, cuando lo corrijamos, utilizando el propio ascendiente.

La autoridad de los padres
debe siempre tener como guía
el amor real a cada hijo:
la búsqueda de su auténtico bien.

Autoridad y obediencia

La autoridad exige obediencia

Aun cuando no esté de moda, conviene repetir que es imposible educar sin ejercer la autoridad, que no es autoritarismo (no es rígida ni arbitraria ni hosca); y que conviene exigir la obediencia desde el momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide, que coincide aproximadamente con los dos años.

También es importante que, explicando los motivos de sus decisiones, los padres indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes, ni permitiendo que los niños se les opongan abiertamente.

Conviene exigir la obediencia
desde el momento en que los niños
empiezan a entender lo que se les pide.

A cada hijo, lo suyo

Según advertí, un criterio básico en la educación del hogar es que deben existir muy pocas normas, muy fundamentales y nunca arbitrarias, lograr que siempre se cumplan y dejar plena libertad en todo lo opinable, aun cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras.

En virtud de su singularidad personal:

Los hijos gozan de todo el derecho de llegar a ser quienes son y están llamados a ser.

Y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo, a hacerlos a nuestra imagen y semejanza.

Los hijos gozan de todo el derecho
de llegar a ser ellos mismos,
y nosotros no tenemos ninguno
a hacerlos a nuestra imagen y semejanza.

Buena autoridad = normas fundamentales y objetivas

Por tanto, las que imperen en nuestro hogar deben ser siempre normas fundamentales y objetivas, con las que de veras se procure el bien de los demás y la armonía en la familia.

¿Ejemplos?

Evitar las peleas, los gritos a destiempo, los insultos, las malas contestaciones.

Ayudar a los demás, cuando lo necesiten y esté en nuestras manos.

No faltar al respeto debido a los otros, en particular a los padres y abuelos (y, cuando las haya, muy particularmente, a las personas del servicio doméstico: pues obrar de este modo manifiesta y genera finura interior y calidad humana).

Comer con gratitud lo que nos sirven, aunque no sea de nuestro agrado, conscientes de que es un bien gratuitamente recibido, del que otros carecen.

Adaptarse a los horarios que hacen posible la convivencia y la buena marcha del hogar…

Y dejar una absoluta libertad
en lo opinable, que es
¡casi todo!

Autoridad, no arbitrio

El punto de referencia «no» somos los padres

A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo que encierra de malo, solo por impulso, por las ganas de estar tranquilos o de afirmarnos, o porque uno se siente nervioso y todo le molesta.

Se compromete así la propia autoridad, abusando de ella, y se desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está prohibido lo que ayer se veía con buenos ojos.

Sino las necesidades del hijo

Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de libertad.

Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer de la autoridad algo insufrible.

Como aquella madre de la que se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y prohíbeselo».

Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento,
de juego inventivo y de libertad.

Autoridad firme, ponderada y serena

Firme: sin ceder, si no hay motivo que lo justifique

Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas:

Posee una inimaginable eficacia;

simplifica en gran medida la actividad formadora;

hace que no nos quememos

y ayuda enormemente a calmar las rabietas o a que no lleguen a producirse.

Como ya he insinuado, lo más opuesto a esto es repetir veinte veces la misma orden —no grites, lávate los dientes, dúchate, deja de jugar, vete ya a dormir…— sin exigir, con la misma suavidad que decisión, que se cumpla de inmediato.

Ese modo de comportarse provoca un enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con los críos, y disminuye o elimina la propia autoridad.

La convicción transmitida al niño
de que nunca nos hará desistir de las órdenes impartidas,
simplifica nuestra actividad como educadores
y ayuda enormemente a calmar las rabietas
o a hacer que no lleguen a surgir.

Ponderada y serena

Por tales motivos, antes de dar una orden o de imponer un castigo, conviene:

pensar con calma si se está en condiciones y plenamente dispuesto a hacerlos cumplir,

aunque eso suponga la molestia de levantarse,

dejar lo que nos ocupaba o distraía,

tomar al crío o la cría de la mano

y, con idéntica calma y paz que determinación,

sin elevar el tono de voz y sin la menor brusquedad,

«hacer que haga» lo que debe hacer.

Antes de dar una orden o de imponer un castigo,
conviene pensar con calma si se está en condiciones
y plenamente dispuesto a hacerlos cumplir.

Autoridad convencida

Si es ineficaz y contraproducente ordenar algo que no se hace cumplir, todavía resulta más dañino que la madre pronuncie el fatídico «¡te he dicho mil veces…!», se dé por vencida y amenace al chico con lo que va a suceder «cuando venga tu padre».

Con esa conducta transmite el mensaje de que ella es incapaz de dirigir el hogar, puesto que ha repetido en mil ocasiones el mismo mandato, sin ningún resultado.

Y, además, transforma al marido:

en una especie de ogro, encargado fundamentalmente de castigar las malas actuaciones de los hijos;

o en un irresponsable, porque no quiere o no sabe corregir aquella acción que ni ha presenciado ni a veces es oportuno censurar después de tanto tiempo desde que fue llevada a cabo:

pues difícilmente el niño —sobre todo si es muy pequeño— establecerá la relación adecuada entre su mal comportamiento ya casi olvidado y el castigo de ahora, que advertirá como un arbitrio.

Al dar una orden
debemos tener y transmitir la convicción
de que va a ser cumplida.

La autoridad en la práctica

Autoridad amable

Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación.

Quien ordena secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad.

Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones.

Demos las órdenes con actitud serena y confiando claramente —de veras, no por táctica— en que vamos a ser obedecidos.

O, mejor:

Pidamos por favor lo que deseemos que hagan.

Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy, muy importantes.

¡Y evitemos de raíz los gritos y la pérdida del propio control!

Además de su contenido,
es importante
el “modo” como se dan las órdenes e indicaciones.

Respetuosa de la libertad

Para la mayoría de las peticiones resultará preferible utilizar una forma más suave: ¿serías tan amable de…?, ¿podrías, por favor…?, ¿hay alguno que sepa hacer esto?

De tal modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar con autonomía e inventiva, de sentirse útiles y de experimentar la satisfacción de tener contentos a sus padres.

La autoridad rectamente ejercida
no se opone a la libertad,
sino que la fomenta.

Autoridad firme, pero dulce y ponderada

A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima favorable.

Si, por ejemplo, sabes que tu cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una jaqueca insufrible, habla a solas con el niño y dile: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para no hacer ruido».

Quizá sea oportuno darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos, sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño cumpla su obligación.

Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo de sugerirla o reclamarla o incluso imponerla, de nuevo ¡suave, pero decididamente!, y tomándose el tiempo necesario para que nuestros hijos puedan entendernos, asimilar y poner por obra aquello que les pedimos.

La firmeza es compatible con el cariño y la dulzura,
pero tanto la firmeza como la dulzura y el cariño
suelen ser incompatibles con la falta de tiempo.

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es