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1. Educar no es sencillo

Educar: apasionante, pero arduo

Padre y madre son por naturaleza los primeros e irrenunciables educadores de sus hijos: por haberlos traído al mundo, les corresponde también poner todos los medios a su alcance para ayudarles a crecer y desarrollarse como personas.

Es cierto que, en la actualidad, bastantes padres y madres ignoran este derecho-deber de educar, a menudo sin ser conscientes de que lo están omitiendo.

Pero esta especie de olvido resulta comprensible, entre otros motivos, porque la misión de educar no es sencilla.

Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables, y hoy más agudizados que en otras épocas de la historia:

En efecto, bastantes características del mundo contemporáneo parecen oponerse a una recta educación.

La tarea de educar es connatural a los padres,
precisamente por haber traído al mundo a sus hijos;
sin embargo, no es sencilla:
está llena de contrastes aparentemente insuperables.

Algunas dificultades a la hora de educar

En cualquier caso, a lo largo de toda su existencia, los padres:

Han de acoger y querer a cada hijo tal como es, también con sus limitaciones y defectos, aunque en ocasiones no responda a sus expectativas, choque con algunas de sus pretensiones y convicciones o incluso les caiga mal.

Han de saber comprender, pero también exigir, sin ceder inoportunamente, cuando está en juego el bien del hijo.

Han de respetar la libertad de los hijos y hacerla crecer cuanto sea posible, superando todo afán de posesión y sobreprotección; pero a la vez han de guiarles y corregirles con tacto y prudencia, sin inmiscuirse demasiado en sus asuntos, dándoles la autonomía imprescindible para que, paso a paso, vayan sacando adelante sus propios proyectos y siendo dueños y responsables de sus vidas.

Han de ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo, y que robustece su autoconocimiento, su autoestima y su capacidad de desenvolverse en la vida, sin depender siempre de sus mayores.

Y, por encima de todo, muy por encima de todo —ya que en cierto modo es condición ineludible de cuanto hemos dicho— han de tener mucho trato personal, de tú a tu, con cada uno de sus hijos.

¡Trato personal, de tú a tú! Pues si el diamante solo se pule con el diamante, las personas solo crecen y mejoran a través del contacto personal, de la relación estrecha y prolongada con aquellos que las quieren: más todavía cuando se trata de los hijos.

Lo mismo que el diamante solo se pule con diamantes,
las personas solo mejoran a través del trato personal.

Consecuencias clave para la educación

Todo lo anterior desemboca en un par de verdades que conviene no olvidar nunca:

1) Como afirma Lukas con absoluta verdad y coherencia:

«No hay nada que sustituya el tiempo de los padres, la convivencia en la familia, la inserción de los hijos en la vida de sus padres».

2) De ahí que los padres tengan que aprender a serlo por sí mismos ¡y desde muy pronto! (aunque, si no ha ocurrido así, todo en la vida tiene remedio).

«No hay nada que sustituya el tiempo de los padres,
la convivencia en la familia,
la inserción de los hijos en la vida de sus padres».

¿Educar sin capacitación previa?

En las demás profesiones

Absolutamente en ningún oficio la capacitación profesional comienza cuando el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos muy comprometidos o de alto riesgo o que realmente importan para la institución a la que pertenece:

no ocurre así en la agricultura, la albañilería, la mecánica, las artes gráficas o el diseño;

tampoco en medicina, en arquitectura, en ingeniería o en informática;

ni tampoco en derecho, en la carrera militar, la política, la abogacía, la administración o en el seno de cualquier otra empresa.

Cualquier oficio exige
una concienzuda preparación previa
 y una puesta al día constante y rigurosa.

En la «profesión» de padres-educadores, en el difícil proceso de educar

¿Por qué en el oficio de padres, el de educar, habría de ser de otro modo?

¿Tal vez porque su responsabilidad es menor que la de una profesión convencional o de cualquiera de las que surgen hoy constantemente?

Da la impresión de que no, sino más bien al contrario.

A fin de cuentas, si la cuestión se aborda con hondura, educar es poner los medios para que una persona se desarrolle adecuadamente, vaya acercándose a la plenitud y sea feliz.

¿Y existe algo más importante que eso?

Educar es poner los medios
para que una persona se desarrolle adecuadamente,
vaya acercándose a la plenitud
y sea feliz.

¿Acaso, entonces, por tratarse más de un arte que de una ciencia?

Aun asumiendo como hipótesis este parecer, en ningún arte bastan la inspiración y la intuición.

Es necesario también instruirse, formarse y ejercitarse, como confirman precisamente los artistas que a primera vista desempeñan su labor sin apenas esfuerzo:

cuanto más natural parece la obra maestra, más trabajo ha llevado consigo, aunque en ocasiones sea una labor previa, encarnada en destrezas o habilidades.

Vale la pena aprender a ser padres, a educar:
¡es mucho lo que hay en juego!

Ser buenos padres para poder educar

¿Recetas a la hora de educar? 

Por otro lado, aprender el oficio de padre y educador no es sencillo, como vengo diciendo:

No consiste en proveerse de un conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente aplicables a los problemas que van surgiendo.

Ni tampoco de un racimo de técnicas infalibles.

Tales recetas y tales técnicas no existen.

En educación,
las recetas no son eficaces,
pero tampoco las simples técnicas,
al margen del propio desarrollo personal,
del empeño por mejorar como persona.

Más bien principios educativos

Hay, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones.

Los padres deben conocerlos muy a fondo y esforzarse por interiorizarlos, hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida: de este modo, casi sin necesidad de deliberaciones, podrán encarar la práctica diaria en su tarea de educar.

Y no se trata, tampoco, de una misión fácil ni cómoda: supone mucha atención a los hijos, mucha reflexión y diálogo entre los cónyuges y bastante sacrificio para saber prescindir del propio bienestar, incluso del necesario y no caprichoso, cuando el bien de los hijos lo requiera.

Dicho con pocas palabras:

Es imposible educar bien, hacer bien de padres, sin esforzarse seriamente por ser buenos padres.

Es imposible hacer bien de padres,
sin esforzarse seriamente por ser buenos padres.

educar no es sencillo

Mejora personal

Todo lo anterior se traduce en un empeño constante, por parte de cada uno de los padres, por mejorar personalmente.

Pues solo quien ha desarrollado su propia categoría personal, quien ha aprendido a amar de veras, posee fuerza y grandeza para dejar a un lado sus intereses y poner cuanto es y vale al servicio de los demás:

de los hijos, en este caso, y del cónyuge, pues los hijos se nutren del amor de los padres entre sí, como veremos con detalle en artículos posteriores.

Solo de esta forma, anteponiendo el bien de cada uno de ellos al propio, ayudaremos a crecer a nuestros hijos.

El fin de todo acto educativo es ayudar a que el niño ame,
a que sea capaz de dar y darse.
Solo lo lograremos
si nosotros nos empeñamos en “amar primero”.

Desplazar el centro de gravedad

Como en las restantes circunstancias de la vida, también al educar nuestra eficacia aumenta en la medida en que desplazamos el centro de gravedad desde nosotros mismos hacia los otros:

en la proporción en que la atención, la solicitud y el interés se alejan del propio yo y se centran en la persona del hijo que pretendemos educar, en sus posibilidades reales y en sus límites;

de modo que apoyemos eficazmente las primeras, sacando el mayor provecho a sus cualidades, y disminuyamos el efecto negativo de los segundos, de los defectos y limitaciones.

Para educar, hemos de olvidarnos de nosotros mismos
y centrar todo nuestro interés en la persona de cada hijo.

Algunos ejemplos

Y, así: 

Un padre o una madre ayudarán eficazmente a sus hijos si, cuando es necesario, saben prescindir de una salida que les apetece, de un hobby que los apasiona, de un rato delante de su programa de televisión favorito, o de cualquier otra afición; como también, en ocasiones, del merecido descanso.

Y en su lugar, aunque les cueste, dedican ese tiempo a jugar o a hablar con el hijo o la hija que en ese instante los necesita.

Además, con ese rato de juego o con esa conversación, sobre todo si saben prestar atención y escuchar, advertirán que el hijo o la hija tiene determinadas habilidades —se le da bien el dibujo, la literatura o las matemáticas, se comunica fácilmente con los demás, percibe lo que les pasa a los otros y de ordinario acude en su ayuda— y podrán fomentárselas.

O, al contrario, percibirán que les cuesta hablar en público, o que se distraen con frecuencia o que siempre “va a su bola”, y podrán poner los medios, con cariño y sin malos modos, para hacerles más sencillas y amables esas actividades o para rectificar los comportamientos menos rectos.

Al olvidarse de sí y crecer como personas, conocerán más a sus hijos y estarán en mejores condiciones de atenderlos: los podrán educar.

El de la persona amada debe prevalecer
siempre sobre el propio yo:
he aquí la regla de oro de toda labor educativa,
de la vida entera ¡y de la auténtica felicidad!

Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, en los siguientes artículos ofreceré un memorando, accesible y concreto, de los principales criterios y sugerencias sobre el arte de las artes, como ha sido llamada la educación.

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es

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