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6. Fomentar cualidades más que corregir defectos

Fomentar cualidades
es mucho más eficaz y gratificante
que corregir defectos.

El amor, el mejor «generador» de cualidades

Amor auténtico

Lo apuntaba en un artículo anterior:

Solo un amor auténtico sabe descubrir la verdadera grandeza, las mejores cualidades y las aptitudes y virtualidades más o menos ocultas de cada uno de nuestros hijos.

Y, sin necesidad de excesivas palabras, las pone ante la vista del chico en cuestión como el ideal al que ese hijo ha de aspirar.

El amor auténtico ayuda a crecer a la persona amada,
descubriendo sus cualidades
y ayudándole a dar lo mejor de sí.

Falso amor

Por el contrario, cuando el amor no es lo bastante hondo, cuando está «mezclado» con un desordenado amor propio:

Fácilmente dejamos de percibir lo mejor que hay en nuestros hijos.

Les trasmitimos la impresión de que valen poco. 

Y los empujamos, sin advertirlo, a adecuar su comportamiento a esa imagen “pequeña” y degradada, a “portarse mal”.

Un excesivo y desordenado amor a uno mismo
impide ver lo mejor de quienes nos rodean
e incluso advierte en ellos defectos que no tienen.

fomentar cualidades

Animar y recompensar para desarrollar las cualidades

¡Ni mencionar los defectos!

El niño es tremendamente receptivo, muchísimo más de lo que podemos imaginar.

Si le repetimos con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, un holgazán, un desordenado, un «despistado», se creerá y será verdaderamente malcriado, egoísta y vago, y no le preocupará lo más mínimo dejar las cosas fuera de su lugar o seguir olvidándose de cuestiones importantes.

Se advertirá a sí mismo, más o menos confusamente, como un ser cargado de defectos. 

El niño tiende a hacer propia
la imagen que los padres tenemos de él…
y a actuar en consecuencia.

Por la cuenta que nos trae

Además, si insistimos excesivamente en sus defectos y damos la impresión de que solo estamos con él para regañarle y echarle en cara lo que hace de manera inadecuada, continuará actuando mal, sin ser consciente de por qué lo hace, con el único fin de seguir recibiendo la atención que necesita.

Las regañinas se transforman entonces en refuerzo psicológico para aquellos modos de obrar que pretendemos que evite: para sus defectos, no para sus cualidades.

La atención desmesurada a los defectos
contribuye a reforzarlos, en lugar de disminuirlos.

El otro efecto espejo o la eficacia de subrayar las cualidades

Cualidades, defectos y autoestima

En general, es mejor que el chico tenga un poco de excesiva confianza en sí mismo, que demasiado escasa.

Lo iremos consiguiendo si logramos hacerle saber y sentir que nuestro amor es del todo incondicional: incondicionado e incondicionable. 

Que, aunque deseamos que dé lo mejor que sí, según las cualidades que cada uno tenga, nunca le retiraremos nuestro afecto si, por falta de fuerzas, de capacidad o de interés, o incluso por mala voluntad, no “está a la altura” esperada o comete una barbaridad.

Por eso, si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más eficaz una palabra de ánimo que echárselo en cara y humillarlo.

Si el hijo recae en un defecto,
es preferible animarlo que humillarlo.

Descubrir sus mejores cualidades

En cualquier caso, como vengo apuntando, la clave para una buena educación se mueve más en el ámbito de las cualidades que en el de los defectos.

Un par de ideas básicas al respecto: 

Mostrar al hijo que confiamos en sus cualidades y virtudes lleva consigo el esfuerzo previo de descubrirlas (con sus nombres concretos o con una descripción, también concreta) e incluso de ponerlas por escrito y repasarlas con frecuencia, o el de pedir a nuestro cónyuge que nos las «recuerde» cuando lo vemos todo negro.

Se trata de un tremendo incentivo para la educación en el hogar.

Como cualquier ser humano, nuestros hijos sienten el impulso interior, no del todo consciente, a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa (cualidades o defectos) que de ellos se tiene y de no defraudar nuestras expectativas.

Darles a conocer esas cualidades

Un principio básico

Los hombres somos los únicos seres que no obramos en sentido estricto según lo que somos, según las cualidades y los defectos que efectivamente tenemos.

Actuamos más bien según lo que creemos que somos o, incluso, según lo que creemos que creen que somos y que, por tanto, creemos que esperan de nosotros.

Y sus consecuencias

¿Consecuencias prácticas para la educación?

Si damos por supuesto que nuestro hijo o nuestra hija no van a ordenar su habitación antes de salir de casa, estaremos animándolos a dejarlo todo por medio. 

Por el contrario, si le comunicamos con gracia y picardía nuestra convicción de que dejará su cuarto arreglado, y que eso nos hace muy felices, es muy probable que, poco a poco, vaya ordenando sus cosas.

Los hombres obramos más
por lo que “pensamos que piensan” de nosotros,
que por las cualidades o defectos
que realmente tenemos.

Y lo mismo ocurre con los restantes balances de cualidades y defectos.

Hacerle saber que estamos seguros de que puede empeñarse más en los estudios acabará por llevarlo a hacer ese esfuerzo.

Dar por descontado y mostrar nuestra alegría por el hecho de que, cuando salgamos de casa, atenderá con cariño a su hermano o hermana menor, le animará a prestarle atención.

Con dos condiciones:

1. Que lo que demos por supuesto sea una tarea que realmente pueden llevar a cabo, aunque implique esfuerzo, y no algo absolutamente imposible para él o para ella.

2. Que nuestro convencimiento sea sincero, porque de veras confiamos en nuestros hijos, y no una mera táctica para lograr unos objetivos que nos hagan la vida más cómoda.

Como siempre, el principio radical, en educación, es el amor real a nuestros hijos, que nos lleva a verlos y quererlos un poco mejor de lo que son en cada momento de su vida.

Para educar a alguien
hay que quererlo en cada instante
un poco mejor de lo que es.

fomentar cualidades

Quererlos mejor de lo que son: reforzar sus cualidades

Por eso, como acabo de sugerir, la clave de la educación consiste en ver y querer en cada momento a aquel a quien amamos un poco mejor de lo que en realidad es.

Por lo mismo, si un hijo hace una observación correcta, no hay que tener miedo a darle la razón, también cuando contradice lo que nosotros acabamos de sostener o sugerir.

No se pierde autoridad.

Al contrario, más bien se gana, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, siempre susceptibles de cambio y rectificación, sino en la verdad objetiva de lo propuesto y en la calidad personal que ponemos de relieve al reconocer sin más problema que el hijo tiene más razón que nosotros.

Educar consiste en ver y querer en cada momento
a aquel a quien amamos
un poco mejor de lo que en realidad es:
en descubrir sus cualidades ocultas.

Alentar y elogiar en función de sus cualidades

Ni elogios en el vacío

Al alentar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo realizado, en función de las cualidades y capacidad de cada hijo —distinto de todos sus hermanos: único—, que al resultado obtenido.

En principio, contra una actitud hoy demasiado frecuente, no se debe recompensar al niño por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, del tipo que fuere, si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial.

Acudiendo al ejemplo tal vez más clásico, un regalo por unas buenas calificaciones no suele ser correcto, sino más bien deformante. 

Las buenas calificaciones, junto con la demostración de nuestra alegría por ese resultado, deberían dar ya suficiente satisfacción al niño.

Como estudiaremos más adelante,
la bondad de lo realizado debe llegar a ser,
para nuestros hijos,
la mejor “recompensa” por su buena acción.

Ni premios fuera de lugar

Tampoco es bueno multiplicar desmesuradamente las gratificaciones.

1. Por un lado, porque no se enseña al niño a perseguir lo que de suyo es bueno, sino la recompensa que recibe: 

Se le empuja a pensar más en sí mismo (en su recompensa) que en los otros y en el bien que puede hacerles.

Es decir, se le está animando, sin quererlo, a anteponer el amor propio desordenado al debido amor hacia los demás (que es donde cualquier persona alcanza su perfección y, como consecuencia, es feliz).

2. Además, porque cuando se omitan esos «premios», el pequeño se sentirá muy probablemente decepcionado.

Recompensar una y otra vez lo que no lo merece puede resultarnos cómodo y ayudarnos a «salir del paso».

Pero equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en las que, con toda justicia, falte esa compensación.

Recompensar repetidamente lo que no lo merece
equivale a transformar en castigo todas las situaciones
en las que falte ese premio.

Cualidades reales: querer que el hijo sea bueno, no solo que se sienta bien

Reforzar las cualidades, manifestando sinceramente nuestra alegría

Lo que acabo de apuntar no significa que no mostremos satisfacción cuando nuestros hijos actúen como deben.

Al contrario, esa manifestación de alegría constituye el apoyo imprescindible para ayudarle a mantenerse en el buen camino, sobre todo cuando el hijo es muy pequeño.

Por ejemplo, resulta mucho más eficaz felicitar a un hijo a tiempo por haber realizado ya dos de los diez problemas que componen sus deberes, que echarle en cara el que «todavía no haya terminado», cuando a duras penas y con tremendo esfuerzo ha logrado sin nuestro aliento ni ayuda resolver los cinco primeros ejercicios.

Cuando un hijo pone en juego sus cualidades,
hay que manifestarle nuestra alegría.

Pero cualidades reales, no meramente “sentidas”

No obstante, hay que intentar conseguir, de manera progresiva y sin impaciencias, que las metas alcanzadas le vayan sirviendo por sí mismas como refuerzo para conseguir las que siguen.

Y situar siempre por delante el cumplimiento de su deber, por amor, que el que se muestre satisfecho o descontento.

En definitiva, conviene no olvidar una ley básica:

Educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre contento y satisfecho, por tener cubiertos todos sus caprichos.

Es ayudarle a sacar de sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda la maravilla que encierra en su interior y que lo llevará hasta la plenitud de su condición personal, haciéndolo —como consecuencia— muy dichoso.

Ayudarle a ser bueno,
no necesariamente a que se sienta bien.

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es