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12. Dios y la educación de los hijos

La clave de todas las claves en la educación de los hijos

La educación de los hijos se resume, en última instancia,
en poner todos los medios a nuestro alcance
para que libremente recorran el camino
que hará de cada uno de ellos
un interlocutor del amor de Dios
por toda la eternidad.

Dios y la educación de los hijos

El papel de Dios en la educación de los hijos

El breve y rapsódico conjunto de sugerencias sobre la educación de los hijos ofrecido en los once artículos precedentes estaría aún más incompleto si no dejara constancia de un último y fundamental consejo, que debe acompañar y arropar a todos y cada uno de los anteriores, para darles su auténtico alcance y significado: recurrir a la ayuda de Dios.

Precisamente porque se trata de un asunto de extrema importancia, que exigiría un desarrollo imposible de encerrar en los límites de un artículo de Blog, me limitaré a señalar los puntos esenciales.

La convicción fundamental, a la que llegan con distinta hondura la fe y la filosofía del ser, podría expresarse así:

Dios se hace presente en la educación de los hijos de mil modos inesperados, que exceden en cualquier caso nuestra capacidad de acción, comprensión, programación e inventiva, y que, en gran medida, nos pasan desapercibidos.

A lo que habría que añadir:

Sin Él —es decir, sin Dios: sin esa Presencia tremendamente eficaz, aunque silenciosa—, la educación de los hijos sería prácticamente imposible.

Sin la ayuda de Dios,
capaz de intervenir de infinitos y muy diferentes modos,
en muchos casos desconocidos para nosotros,
la educación de los hijos sería prácticamente imposible.

Dios y la educación de los hijos
Dios y la educación de los hijos
Dios y la educación de los hijos

Los protagonistas en la educación de los hijos

Los auténticos protagonistas: cada hijo y Dios

Según una de las etimologías más fiables, educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer surgir, sacar de. 

Evidentemente, se trata de hacer surgir de ahí donde se encuentra en cierto modo pre-contenida toda la riqueza final que se obtendrá al culminar el desarrollo: a saber, de la persona del educando (en nuestro caso, del hijo), que crece y se desarrolla como persona, exclusivamente, «a golpes de libertad».

Por tanto:

El verdadero protagonista, principal e insustituible, de la educación de los hijos es siempre, el propio niño, ya que la libertad solo puede ejercerse en primera persona (y es otro de los motivos para fomentar la libertad de los hijos, como ya vimos).

De manera todavía más profunda, Dios, en el ámbito natural o por medio de su gracia, interviene en lo más íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo posible su desarrollo y perfeccionamiento.

En la educación de los hijos,
los verdaderos protagonistas
son siempre cada hijo y Dios,
no los padres, como enseguida veremos.

Quienes no deben ser protagonistas, aunque lo parezcan o “se lo crean”

Sabemos, o deberíamos saber, que —precisamente por su condición de persona— ningún hijo es propiedad de los padres; se pertenece a sí mismo y, en última instancia, a Dios.

Por tanto, y según he sugerido en los artículos precedentes, en el desarrollo de su educación, en la educación de los hijos, no tenemos ningún derecho a hacerlos a «nuestra imagen y semejanza», según nuestro arbitrio o nuestros antojos o nuestros planes presuntamente mejor delineados.

Nuestra tarea como padres consiste más bien en desaparecer en beneficio del ser querido —de cada uno de los hijos—, poniéndonos plenamente a su servicio para que pueda alcanzar la plenitud que a él/ella le corresponde: ¡la suya!, única e irrepetible.

Nuestra tarea consiste en desaparecer
en beneficio de cada hijo,
poniéndonos totalmente a su servicio
para que pueda alcanzar
la plenitud, única e irrepetible, que le corresponde.

Dios y la educación de los hijos

Colaboradores de Dios

Quiénes

Como consecuencia, el padre o la madre, los demás parientes, los maestros y profesores, cualquier otra persona que intervenga en la educación de los hijos, pueden considerarse colaboradores de Dios en el crecimiento humano y espiritual del chico; pero es este —¡cada hijo!— el auténtico protagonista de su mejora.

El resto, según acabo de apuntar, son nada más que cooperadores en ese despliegue personal.

Nada más… ¡y nada menos!:

Su función, aunque subordinada a la de Dios, y precisamente por estarlo de manera tan cercana, no deja de ser impresionante, por cuanto íntimamente ligada al desarrollo de las personas, creadas a su vez a imagen y semejanza de Dios y que tienen en Dios su destino eterno.

A los padres en concreto, en virtud del sacramento del matrimonio, se les ofrece además una gracia particular para asumir la tan maravillosa tarea de la educación de los hijos.

Los auténticos protagonistas
de la educación de los hijos
son cada uno de los hijos y Dios,
no los padres.

Cómo

Por todo lo anterior, es muy conveniente:

Que los padres invoquen la ayuda y el consejo de Dios, sobre todo en momentos de especial dificultad, pero no solo en ellos:

La silenciosa pero constante y tremendamente operativa presencia de Dios en la educación de los hijos debería ser el clima en el que se lleve a cabo todo el quehacer educativo.

Y, cosa mucho más difícil y costosa, que sepan abandonarse en Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los resultados deseados o que el chico camina por senderos que hacen sufrir:

Por ejemplo, en la adolescencia, una etapa que puede hoy durar casi hasta los cuarenta o más años (lo digo bastante en serio).

Además, no debe olvidarse el gran servicio gratuito del ángel custodio, a quien el propio Dios ha querido encargar el cuidado de nuestros hijos.

Y, sobre todo, conviene tener muy presente que la Virgen continúa desde el cielo desplegando su acción materna, de guía y de intercesión: es la más auténtica y más entrañable Guardiana de la educación de nuestros hijos.

Tres tareas para los padres:
1) Poner todos los medios a su alcance.
2) Acudir a la ayuda de Dios.
3) Abandonarse plenamente en Él.

Pero… ¿cuándo?

Lo que ahora agrego me parece de particularísima importancia en los momentos actuales y viene dictado, más que por los estudios y reflexiones en esta materia, por mi propia experiencia como padre.

El hecho, a grandes trazos

Hay momentos en que nosotros —los padres y, de manera muy especial, las madres— sabemos y sentimos que alguno de nuestros hijos está perdiendo el camino maestro, la vía que lo conduciría a la felicidad; y sentimos que lo abandona de manera definitiva.

Dios y la educación de los hijos

El proceso de la educación de los hijos, y de este hijo en concreto, se nos va de las manos.

Nuestras intervenciones, nuestra preocupación y nuestras oraciones se multiplican… ¡pero sin éxito!, al menos aparente.

Amenaza el desaliento y la desesperanza, que se suman al dolor y lo hacen casi insufrible.

En el fondo-fondo, estamos convencidos de que ese hijo o esa hija volverá:

Confiamos en él/ella (no en vano somos sus padres)

y confiamos en Dios (no en vano sabemos que ha dado la vida por nuestro hijo).

El autoengaño inconsciente

Lo que nos acucia y aguijonea es el paso del tiempo.

Querríamos ver a nuestro hijo feliz ya; y, aunque sinceramente nos abandonamos en Dios, no somos capaces de dejar de poner los medios que estimamos imprescindibles para el bien de nuestro hijo… con lo que no permitimos que sea Él quien actúe:

lo abandonamos todo sinceramente en sus Manos,

pero somos nosotros quienes seguimos obrando para salvar a nuestro hijo:

y, de este modo, no dejamos actuar a Dios.

La respuesta divina

Y Dios ¡nos fuerza al abandono!: permite que nuestros empeños fracasen porque quiere que realmente le dejemos hacer a Él.

Él no puede actuar si nos empeñamos en hacerlo nosotros, movidos por la mejor voluntad.

Por tanto, nos fuerza a abandonarnos de veras, dejando que nuestras acciones no tengan éxito (no pueden tenerlo sin Su Ayuda).

Y nos recuerda, con los hechos, algo que nunca, nunca, deberíamos olvidar: que los tiempos son de Dios.

A Él le cuesta lo mismo resolver el problema hoy, en los tres meses que vienen, o hacerlo en los últimos segundos de cualquier vida humana.

A nosotros nos pide una confianza absoluta en su infinito poder y en su también infinita misericordia.

¡Y los hijos vuelven!

¡También esto puedo decirlo ya por experiencia!

El abandono real en la educación de los hijos
 nos resulta tan difícil y doloroso
que Dios tiene con frecuencia que forzarlo.

Dios y la educación de los hijos

Conclusión

Ampliar las perspectivas de los hijos, incluyendo la dimensión sobrenatural con cuanto lleva consigo;

abrir sus mentes y sus corazones al ámbito de lo divino;

mostrarles la auténtica naturaleza de Dios como Padre amoroso;

ayudarles a tratarlo, también por intercesión de la Santísima Virgen y de los santos…

O, lo que viene a ser lo mismo, enseñarles a tener en cuenta la acción insustituible de Dios en sus almas… 

Todo lo anterior constituirá muy probablemente la herencia más duradera y valiosa que, en el conjunto íntegro de la educación, los padres leguen a sus hijos.

Enseñarles a tener en cuenta la acción insustituible
de Dios puede convertirse en la herencia más valiosa que,
en el conjunto íntegro de la educación,
los padres leguen a sus hijos.

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es