Corregir, regañar y castigar, también como prueba de amor
¿Por qué corregir a nuestros hijos?
Los ánimos y las recompensas no son normalmente suficientes para una sana educación.
Para ayudar a los hijos a desarrollarse como personas es preciso también corregir de la manera adecuada.
Les ayudaremos a formar el criterio moral —a distinguir lo bueno de lo malo— con un reproche amable o un castigo sereno, ejercidos de la manera oportuna, proporcionada y sin arrepentimientos injustificados.
♦ Y eso supone, por nuestra parte, la reflexión pertinente e imprescindible —con otras palabras: «pensárnoslo bien»—, antes de corregirles o imponerles el castigo.
Con un reproche amable y un castigo sereno,
ayudamos a nuestros hijos a distinguir lo bueno de lo malo.
El deber de corregir
Sensata e inteligente debe ser la dosificación de las reprimendas y de los castigos.
♦ No es bueno corregir continuamente, sin ton ni son.
♦ Ni «aprovechar» que el hijo ha hecho algo mal, para echárselo en cara y añadir además los reproches por otra serie de actuaciones equivocadas que guardamos «en la recámara».
♦ Ni hacerlo por enfado, porque estamos molestos o porque necesitamos desahogarnos de alguna dificultad o contratiempo que nada tienen que ver con el hijo.
No se debe corregir constantemente,
ni por enfado, porque estamos molestos o por desahogo.
¡Solo cuando hay que hacerlo!
Pero de vez en cuando, tal vez muy de vez en cuando, esas correcciones resultan ineludibles.
La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices.
También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad: «haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz».
Pero esa incapacidad para corregir, en cualquiera de sus formas, no suele ser sino una nueva manifestación de amor propio desordenado: preferimos el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al bien de nuestros hijos.
Con otras palabras:
♦ Si no aprendemos a corregir cuando es necesario,
♦ estaremos anteponiendo el amor propio
♦ al que debemos al hijo y que nos impulsa a buscar su bien,
♦ aun a costa de nuestro esfuerzo o malestar.
El amor auténtico a los hijos nos lleva también a corregir:
a buscar su bien,
aun a costa de nuestro esfuerzo o malestar.
Corregir de la manera adecuada
Corregir con moderación
Pero resultaría pedante, o incluso neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unas normas despóticas, establecidas por los padres de manera arbitraria y cambiante.
Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante.
♦ Hay, por tanto, que aprender a corregir y regañar de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación.
♦ No se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas
♣ ¿Lo hacemos nosotros, los adultos?
♣ Y, en el caso de que así fuere, ¿cuántos años nos ha costado conseguirlo?, ¿qué esfuerzo nos supone todavía?
Para que una reprensión sea educativa
ha de resultar clara, sucinta y no humillante.
Corregir con sumo respeto y cariño
Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; de ordinario, será preciso esperar a que haya pasado el propio enfado, para poder corregir con la debida serenidad y con mayor eficacia.
Además, antes de decidirse a dar un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato, presuntamente desobedecidos.
Como es lógico, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia.
Tratándose de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica.
Cuando se reprenda, es menester, además, huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…».
Tengamos esto muy, muy claro:
♦ Las comparaciones solo engendran celos y antipatías ¡e injusticias por nuestra parte!
Al corregir a un hijo,
es imprescindible no compararlo con nadie.
Corregir sin tenerse a uno mismo demasiado en cuenta
Aunque nos duela
Tener que corregir y castigar puede y debe disgustarnos, pero a veces es el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo.
El amor «todo lo sufre», cabría recordar con san Pablo:
♦ incluso el dolor que surge en nosotros al tener que provocar el de los seres más queridos —nuestros hijos—, cuando ese doble sufrimiento resulte necesario para su bien:
♦ para el desarrollo y la mejora personal de nuestro hijo.
Precisamente porque cuesta y duele,
corregir justa y adecuadamente
constituye un maravilloso testimonio de amor.
Un buen termómetro de nuestra capacidad educativa
Teniendo en cuenta la cultura en que nos desenvolvemos, más bien dada a la “blandura” y falta de fortaleza, cabe sostener que la eficacia de la educación, hoy, es directamente proporcional a la capacidad de los padres «de sufrir por hacer sufrir al hijo», siempre que ello sea imprescindible.
Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros.
♦ A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!».
♦ Podéis entonces decirle, con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer».
Hoy, la eficacia de la educación
es directamente proporcional a la capacidad de los padres
«de sufrir por hacer sufrir al hijo»,
siempre que sea imprescindible para su bien.
Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es