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4. Enseñar a querer a los hijos

Educar es enseñar a querer
y a poner cualquier otro logro al servicio del amor.

El único y radical objetivo de la educación: enseñar a querer

La actividad más perfecta y perfeccionadora

Como veíamos en el artículo precedente, el principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí y que, como consecuencia de ese amor, quieran de veras a sus hijos (que es ya un modo, tremendamente profundo y eficaz, de enseñar a querer, objetivo último de la educación de los hijos).

En efecto, el fin o meta de esa educación es que los hijos, a su vez, vayan aprendiendo a querer, a amar, pues esa es la actividad más propia y la que más perfecciona a cualquier persona y, como consecuencia, la única que le dará la felicidad.

También en el ámbito educativo

Curiosamente, entonces, y muy en resumen:

educar es amar;

y amar es enseñar a querer, a amar:

pues el destino del ser humano y la clave de su felicidad no es otro que el amor.

Por consiguiente, educar es enseñar a querer, enseñar a amar.

Vale la pena considerar despacio esta conclusión, en la que se resume el objetivo último de todo el quehacer educativo: su para qué o su meta últimos y definitivos.

Educar no es sino enseñar a amar
enseñar a querer:
¡no olvidemos nunca este principio fundamental!

El hombre, un ser-para-el-amor

A) Philippe

Según afirma Philippe,

«en el plano psicológico y espiritual la necesidad más profunda del hombre es el amor: amar y ser amado».

B) Singer

A lo que añade C. Singer:

«El amor es lo que queda cuando ya no queda nada más».

Y añade de inmediato:

«En lo más hondo de nosotros, todos lo recordamos cuando —más allá de nuestros fracasos, de nuestras separaciones, de las palabras a las que sobrevivimos—,

desde la oscuridad de la noche se eleva, como un canto apenas audible, la seguridad de que,

por encima de los desastres de nuestras biografías, más allá incluso de la alegría, de la pena, del nacimiento, de la muerte,

existe un espacio que nadie amenaza, que nadie ha amenazado nunca y que no corre ningún peligro de ser destruido:

un espacio intacto que es el del amor que ha creado nuestro ser» (es decir, el amor recíproco de nuestros padres, actuando en estrecha colaboración con el infinito Amor creador de Dios).

C) Caldera

Y, en cierto modo como resumen, explica Rafael Tomás Caldera:

«La verdadera grandeza del hombre, su perfección, por tanto, su misión o cometido, es el amor.

Todo lo otro —capacidad profesional, prestigio, riqueza, vida más o menos larga, desarrollo intelectual— tiene que confluir en el amor o carece, en definitiva, de sentido».

E, incluso, si no se encamina al amor, pudiera resultar perjudicial.

De todo lo anterior cabría concluir que lo más grande que podemos hacer en la vida, por y para cualquier persona, es enseñarle a querer.

Lo único que perfecciona al ser humano como persona
es su capacidad de querer, concretada en actos.

enseñara a querer

¡Y la felicidad como consecuencia!

La única actividad que perfecciona

En última instancia, todo el empeño educativo de los padres ha de dirigirse a enseñar a querer a cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir, sintonizar, querer, perseguir y realizar el bien de los otros.

Solo entonces contribuirán eficazmente a hacerlos felices.

Y engendra felicidad

¿Por qué solo el amor y todo para el amor?

Porque solo del amor derivan la plenitud y la dicha.

Como muestran desde los filósofos clásicos más consagrados hasta los más certeros psiquiatras contemporáneos, y la experiencia sincera de cada uno de nosotros, la dicha no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente.

Y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las fronteras del propio corazón.

Para lograrlo, ciertamente, es precisa la mejor capacitación profesional que uno pueda alcanzar, en función de sus circunstancias. Y poner los medios para proporcionarla a sus hijos es deber ineludible de los padres.

Pero teniendo muy claro que todo ese desarrollo resulta en última instancia vano, si no enseñamos a ponerlo al servicio de los demás, por amor y con amor:

que es, de nuevo, enseñar a querer.

Todos los logros humanos y profesionales
en nada contribuyen
al perfeccionamiento propiamente humano,
sino en la medida en que se ponen al servicio del amor.

artesano enseñar a querer

Amor y felicidad

Con otras palabras: pese a las apariencias contrarias y a la tendencia hoy culturalmente acrecentada a pensar y ocuparse de uno mismo, la felicidad es directa y exclusivamente proporcional a la capacidad de amar de cada persona, expresada en obras.

Quien ama mucho, es muy feliz.

Quien tiene un amor mediocre, nunca alcanzará una dicha completa.

Y quien no sabe o no quiere amar, por más que triunfe en los restantes aspectos de la existencia humana, será un auténtico desgraciado, aunque a veces pretenda encubrirlo o negarlo: ¡cuántos famosos y aparentes triunfadores acaban por reconocer que llevan una vida insufrible, a la que a menudo ponen fin con el suicidio!

Aprender y enseñar a querer son las dos actividades más «rentables» para la vida humana: y la expresión «enseñar a querer» resume muy acertadamente toda la actividad educativa de los padres.

La felicidad es directa y exclusivamente proporcional
al amor real de cada persona.

El error más común

«Olvidarse» del amor

De ahí que San Juan de la Cruz pudiera sostener la conocida frase:

«En el atardecer se te examinará del amor» ¡y de nada más!

¿Qué otra cosa hemos de buscar, entonces, para nuestros hijos, sino que sepan realmente amar?

¿No se reduce todo el quehacer educativo en enseñar a querer?

Educar, en resumen
             =
enseñar a querer.

Alentados por los propios padres

¡Cuántas veces, sin embargo, perdemos de vista este objetivo: que amen más y mejor, que sirvan a los demás! 

¡Cuántas queremos hacer de nuestros hijos una especie de genios superdotados, centrados exclusivamente en su propio y raquítico éxito individual, drásticamente competitivos, incapaces de tender una mano a los otros e incluso de advertir las más evidentes necesidades ajenas!

¡Cuántas veces, por tanto, sin quererlo y sin advertirlo, contribuimos poderosamente a la infelicidad y el desencanto —que aflora en ocasiones muchísimos años más tarde— de aquellos mismos hijos por los que sinceramente estaríamos dispuestos a dar la vida!

¡Y cuántas veces la causa radical de todo lo anterior es que nosotros mismos, probablemente sin ser del todo conscientes, hacemos del triunfo —y no del amor— el objetivo supremo de nuestra existencia!

atardecer enseñar a querer

En el atardecer de nuestra existencia
solo se nos examinará del amor.

Y el más definitivo

Con la mejor intención, pero con una incoherencia muy de fondo y no siempre libre de culpa, estamos poniendo todos los medios para convertirlos en unos auténticos desgraciados, a los que cabría aplicar las célebres palabras de Kierkegaard:

«Engañarse respecto al amor es la pérdida más espantosa, es una pérdida eterna, para la que no existe compensación ni en el tiempo ni en la eternidad».

Este error, que lleva a confundir el último y radical objetivo, es el más común y el más grave en la educación actual: enseñar a tener éxito en lugar de enseñar a querer (que es el único modo de alcanzar —derivadamente, como consecuencia no buscada— el auténtico éxito, la felicidad).

«Engañarse respecto al amor es una pérdida eterna,
para la que no existe compensación
ni en el tiempo ni en la eternidad».

enseñar a querer Kierkegaard

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es