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5. El ejemplo y la coherencia de los padres

Los padres educan o deseducan,
ante todo, con su ejemplo
y con su coherencia de vida.

El ejemplo de quienes más admiran

Los niños tienden a imitar el ejemplo de los adultos, en especial de los que más quieren o admiran y de los que tienen más cerca: en el afecto, en el espacio y en el tiempo.

En concreto, jamás pierden de vista a los padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años; y algo muy parecido sucede con la familia cercana: abuelos, tíos y tías, servicio doméstico, etcétera.

Ven también cuando no miran y oyen incluso cuando están o parecen estar superocupados, jugando y absortos en sus cosas.

Poseen una especie de radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno, en la misma proporción en que quienes los llevan a cabo o las pronuncian resultan significativos para ellos.

Los niños tienden a imitar el ejemplo de los adultos,
en especial de los que más quieren o admiran.

el ejemplo y la coherencia de sus padres

Los ejemplos que más huella dejan

Por consiguiente, cabe establecer una clara jerarquía o gradación de influjos en los niños:

1. Las personas

Quienes más influyen en nuestros hijos son las personas y, en particular, aquellas que más los quieren y a las que ellos más quieren: de ordinario, nosotros mismos, es decir, sus padres (principal fuente de ejemplo para ellos), los parientes próximos, los profesores, nuestros amigos y conocidos —en particular, los que más tiempo pasan con nosotros—, etcétera.

No olvidemos que el desarrollo de las personas (en cuanto personas) se logra tan solo a través del trato personal cercano, impregnado de amor y afecto reales.

El desarrollo de las personas se logra solo
a través del trato personal,
impregnado de amor y afecto reales.

2. Las primeras experiencias

Dejan también una honda marca en nuestros hijos todas las experiencias de sus primeros años, graduadas en función del significado afectivo que tengan para ellos.

En primer término, el ejemplo, las actitudes y el comportamiento de las restantes personas con quienes más conviven: hermanos, abuelos, tíos y primos, etc.

A continuación, los animales y plantas, muy en particular cuando son ellos quienes los cuidan.

En esta misma línea se situarían los «peluches» y demás muñecos y juguetes, o incluso muebles o enseres del hogar, en particular aquellos a los que la imaginación del niño dota de vida, con los que pasa el tiempo, dialoga y se entretiene, hasta convertirlos a menudo en amigos y confidentes de su naciente pero profunda vida interior. 

Además, el conjunto maravilloso de la naturaleza, en la medida en que sabemos ponerlos en contacto con ella y damos valor a esa relación, de nuevo principalmente con el propio ejemplo.

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Los primeros años son decisivos
para el desarrollo del ser humano.

3. No son ejemplo los “aparatos”

Lo parecen

Por el contrario, los artefactos en general, incluso los más sofisticados ordenadores o los juegos y programas informáticos supuestamente más educativos (promocionados y vendidos como tales), ni los forman ni tan siquiera los instruyen.

Pueden, ciertamente, distraerlos y entretenerlos durante días, meses y años.

Pueden ejercer un poderoso atractivo sobre ellos, en particular cuando han servido como sustitutos de la presencia personal de padres y maestros.

Pueden hacer que pasen horas en contacto con ellos, absorbiendo por completo su atención.

Pero entretener no es lo mismo que educar, y ni siquiera que informar o instruir: ese entretenimiento se mueve en la superficie, hace de nuestros hijos personas superficiales.

Entretener no es lo mismo que educar…
y ni siquiera que informar o instruir.

Sin realmente serlo

De hecho, está cada vez más demostrado que los medios artificiales que ponemos a su alcance no son ejemplo para los hijos.

En los primeros años del niño, todo se encuentra mediado por la relación personal con quienes lo quieren y a los que quiere.

Si no hay alguien cercano que vincule el resto de las realidades con su vida infantil, difícilmente formarán parte de su bagaje futuro.

En los primeros años del niño,
todo está mediado por la relación personal
con las personas queridas.

el ejemplo y la coherencia de sus padres

4. La ausencia de ejemplo personal

A modo de sustitutos

Solo cuando esa relación personal falta, y en el mismo grado en que falte, nuestros hijos la sustituyen por un nexo, imaginario pero sólido, con los personajes de ficción que forman parte de su mundo virtual y, entonces, les sirven de ejemplo y referencia.

En tales circunstancias, esos personajes influirán poderosamente en su modo de ser y de obrar, y no siempre según el modelo de humanidad que queremos para ellos.

En ausencia de las personas adecuadas,
nuestros hijos las sustituyen por otras realidades.

Cuando faltan las personas

De ahí la tremenda importancia de multiplicar al máximo nuestro trato personal —tiempo e intimidad: el padre y la madre— con cada uno de nuestros hijos y de propiciar también el contacto con otras personas que efectivamente los quieran y busquen su bien.

Porque solo las personas con las que median lazos de afecto o desafecto les ayudan a discernir lo que es o no relevante y conveniente, tanto en el plano moral como en el psíquico y en el más propiamente cognoscitivo.

El ejemplo personal recibido durante su infancia
modela poderosamente
la visión de la realidad de nuestros hijos
¡y su propia persona!

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La particular fuerza del ejemplo

Además, el ejemplo personal posee un insustituible valor pedagógico, de incitación, de confirmación y de ánimo.

 En las actividades externas

Lo que acabo de sugerir se aplica en primer lugar al conjunto de acciones que componen la vida “exterior” de nuestros hijos:

No hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él (incluso sin que medie ninguna palabra al respecto).

E igualmente a comer de todo: ¡el «no me gusta» debería desterrarse de cualquier familia, comenzando por los padres!

A poner y quitar la mesa o el lavavajillas, a hacerse la cama y ordenar su cuarto, a ir al supermercado.

A mantener en el hogar un tono de corrección: en el vestir, en las posturas y en el modo de hablar, por poner un par de ejemplos.

Comenzando por lo más externo,
el modelo por antonomasia para nuestros hijos
somos sus propios padres.

En la conformación de su personalidad

Pero exactamente lo mismo, o más aún, cabe decir de sus actitudes interiores, las que modelan su personalidad, para bien o para mal.

Lo que nosotros hacemos o dejamos de hacer les ayudará enormemente:

A controlar los enfados y las rabietas o el malestar físico o psíquico.

A no volcar su mal humor sobre el primero que encuentre en su camino.

A estar más pendiente de sus hermanos que de sí mismo:

El test definitivo de la marcha de un hogar no es lo que un hijo esté dispuesto a hacer por sus padres: normalmente, mucho o todo, si la familia funciona.

La prueba de fuego es lo que cada hermano es capaz de hacer por los restantes hermanos, sobre todo cuando la tarea en cuestión le toca a otro de esos hermanos.

Y a encarnar un sinfín de cualidades o virtudes, que se asimilan como por ósmosis al verlas reiteradas en el ejemplo de los padres, particularmente cuando estos se relacionan entre sí.

El ejemplo personal es absolutamente insustituible:
ayuda a modelar la actividad de nuestros hijos
y conforma su propio modo de ser.

El atractivo de una vida con coherencia

Coherencia de vida

Las palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas, despierta y arrastra.

Y esto, precisamente, porque los comportamientos se encuentran de ordinario provistos de una carga afectiva, que no suelen tener las simples palabras.

Según recuerda J. S. Mill:

«Lo que forma el carácter no es lo que un niño o una niña puede repetir de memoria, sino lo que ellos aprendieron a amar y admirar».

Los gestos suelen tener más carga afectiva que las palabras:
de ahí que influyan más en nuestros hijos.

Falta de coherencia

En el extremo opuesto, la falta de coherencia entre lo que se aconseja y lo que se vive, junto con la ausencia de amor recíproco entre el esposo y la esposa, es el mayor mal que un padre o una madre pueden infligir a sus hijos.

Cosa que ocurre, sobre todo, en determinadas edades y etapas del desarrollo —la adolescencia, pero también algunos años antes—, cuando el sentido de la justicia se encuentra en los chicos rígidamente asentado, desarrollado en exceso y dispuesto a enjuiciar con tremenda dureza la falta de coherencia los demás.

Y esto, no solo cuando son incapaces de advertir la propia incoherencia, sino quizá precisamente por esa falta de aptitud para juzgarse a sí mismos (y, por ende, para juzgar de la forma adecuada a ningún otro).

Junto con el desamor,
la falta habitual de coherencia
entre lo que se aconseja o desaconseja y se vive
provoca un daño grave en nuestros hijos.

el ejemplo y la coherencia de sus padres

Para facilitar la coherencia: las normas del hogar

Para evitar las incongruencias, o, dicho en positivo, si queremos ser unos padres coherentes, que sirven de ejemplo a sus hijos —sin necesidad de ser “ejemplares”—, existe una especie de precepto, cuya importancia resulta imposible exagerar.

Se trata de:

Reducir al mínimo las normas que rigen la convivencia en casa.

Hacer que las cumplan todos, comenzando por nosotros mismos, los padres, como clara y ejemplar manifestación de coherencia.

Procurar que se trate de normas objetivas, es decir, conformes con el bien y la verdad reales (lo que vuelve a llevar consigo el que nunca sean demasiadas: solo aquellas que no pueden verse sustancialmente afectadas por las circunstancias cambiantes).

Reducir al mínimo las normas,
siempre “objetivas”
y cumplidas por todos,
con coherencia.

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Manifestaciones de coherencia, expuestas de otro modo

Con otras palabras, desde el punto de vista que ahora adoptamos, el mejor modo de mantener y fomentar la armonía de un hogar y el desarrollo de los hijos consiste en:

1. Muy pocas normas

Disminuir cuanto sea posible el número de normas por las que se rige su conducta y el despliegue de la convivencia: ni una más que las absolutamente imprescindibles.

2. Solo normas «objetivas»

Que esos criterios fundamentales no solo respondan a la coherencia, sino a la verdad y la bondad objetivas, y no a preferencias o caprichos de los cónyuges.

Por consiguiente —puesto que son valiosos por sí mismos—, han de ser cumplidos tanto por los padres como por los hijos:

También, por ejemplo, el uso de la tele, del ordenador y aparatos similares —muy en particular, tal vez, el móvil—, la visión de determinados programas o, con los matices imprescindibles, la hora de volver a casa.

3. ¡Y viva la libertad!

En todo lo demás —es decir, ¡en casi todo!, no lo olvidemos— hay que respetar exquisitamente la libertad de los chicos, igual que la del cónyuge.

Y esto, aunque el modo como actúen, siempre que sea éticamente lícito, choque con las preferencias del padre o de la madre: lo que importa es la persona del hijo, no mis caprichos paternos o maternos.

El amor al bien real y objetivo,
vivido con coherencia,
favorece enormemente
la armonía del hogar y la educación de los hijos.

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Otros modos de facilitar la coherencia

Nuestros hijos tienen un único y fundamental derecho, un derecho absolutamente inalienable, que nadie debería conculcar y del que derivan todos los otros: el derecho a la persona de sus padres, que se traduce de ordinario en tiempo e intimidad.

Coherencia en el uso del tiempo

Tiempo, en primerísimo término.

No se puede (no se debe) irrumpir bruscamente en la vida de un niño —en sus pensamientos, en sus juegos, en sus sueños, ¡en su realidad!— y salir de ella con el mismo apresuramiento con el que hemos entrado.

Simplemente, no lograremos conectar con ellos.

Y esa falta de coherencia —no atender a lo que sinceramente consideramos más importante: nuestros hijos­­— les provocará desconcierto y malestar profundos y no del todo conscientes (peligrosos, en cualquier caso).

No se debe irrumpir bruscamente en la vida de un niño
y salir con el mismo apresuramiento con que hemos entrado.

Coherencia con el “tempo” de cada hijo

Mucho más adecuado a la realidad que el de los adultos

Además, hay que adaptarse a su ritmo, a su tempo, que es mucho más reposado que el nuestro.

Y que suele ser también más respetuoso con la realidad a la que el niño se entrega.

(Y que, en ese sentido, debería servirnos como ejemplo de coherencia profunda: adaptación a lo real, mediante la «respuesta» adecuada).

Y mucho más reposado

Ya dije que las prisas y la impaciencia constituyen el principal enemigo de la educación.

Nuestra eficacia como padres y educadores se multiplica prodigiosamente cuando sabemos dedicar a cada hijo el tiempo que requiere.

En el extremo opuesto, los problemas crecen, se multiplican y enredan cuando, por falta de coherencia, actuamos con precipitación, intentando imponer a nuestros hijos una velocidad del todo ajena a su condición, edad y capacidades… y a la naturaleza misma de las actividades que llevamos o llevan a cabo.

Ni logran comprendernos ni nos pueden seguir.

Nuestra eficacia como padres y educadores
se multiplica cuando sabemos dedicar a cada hijo
el tiempo que necesita.

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el ejemplo y la coherencia de sus padres
el ejemplo y la coherencia de sus padres

La más clara falta de coherencia (un caso de mal ejemplo)

Nos falta tiempo

Pero el tiempo es tal vez hoy el bien más escaso.

Con frecuencia, nos falta tiempo para nuestros hijos.

(Y, quizás más, para nuestro cónyuge).

Nos quejamos por estar muy ocupados: no nos queda tiempo para nada…

¿O va a ser que no?

Pero, ¿de veras nos falta tiempo… o más bien nos sobran actividades superfluas e innecesarias, que no redundan en bien real de quienes nos rodean?

el ejemplo y la coherencia de sus padres

Si la familia es lo más importante en nuestra vida y no tenemos tiempo para nuestros hijos (y, antes, para nuestro cónyuge), conviene que nos replanteemos con calma, hondura y valentía nuestra escala real de valores.

¡Con calma, hondura y valentía!

La escala real —la que se manifiesta en los hechos—, no la que pensamos y decimos que guía nuestra existencia.

Tal vez debamos introducir alguna modificación, recuperar nuestra coherencia de vida.

La eficacia educativa se multiplica prodigiosamente
cuando dedicamos a cada hijo el tiempo que necesita.

(Continuará)

Tomás Melendo
Presidente de Edufamilia
www.edufamilia.com
tmelendo@uma.es